www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Eduardo Saborit (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Campechuelero incitador y guajírico armónico Eduardo Saborit:

No hay como el sonido de un laúd. He visto familias enteras arrobadas, extasiadas al son del láudano que derrama ese instrumento. He visto personas, incluso gente del campo alegre tengo una casita, ensimismadas, absortas —no le digo "idas" porque ya eso es un tema migratorio muy serio— frente a la pantalla de un televisor, disparándose, con paciencia asiática, Palmas y Cañas y otros espacios, sólo por disfrutar de la cadencia sublime de las cuerdas. Realmente no confío mucho en los de este último ejemplo, porque los he visto con la misma cara de sanacos frente a un discurso del Repentista Mayor, y eso me huele a lesión de cerebelo. El pueblo cubano ha demostrado siempre una extraña fascinación por las cuerdas, sogas, trallas, lías, ramales, guindaletas, maromas y cabuyas.

E. Saborit

Pero es innegable que al laúd le ronca. Convoca y sin boca. Enamora a los hombres. Lo he visto en canturías y homenajes, en valles y montañas, en granjas del pueblo y bajareques, en cosechas y cohechos, en campañas de emulación y otros émulos. Sonrientes todos, unidos, cosidos, adobados, flotando absordos, videntes, oyentes, e incluso inauditos inaudidos.

Todos gozan, que yo lo he visto, aunque sea de oído. Nadie escapa al reclamo, ni siquiera los que no pueden desentrañar el mensaje, esos metódicos beethovianos. Usted agarra a un sordo, le mete un viandazo con un laúd, y lo más probable es que sonría, como agradeciendo que le llenen el moropo de sinsontes, bajíos, varentierras, calabacines, güiras, selvas del Mayarí, arroyos que murmuran, manitas blancas que dicen adiós, guajiritas en el manigual, monturas, espuelas, picas mi caballo, caminos reales, talanqueras, conucos de arquitectura varia, palmiches, guarapos y melcochas. El laúd es como un alud, lleno de arabescos, porque precisamente de las Arabias vino, cuando se extendió la plaga de la vihuela con sus arpegios, sus trinos, sus revoloteos tímbricos.

Claro que también está la bandurria, que no me explico por qué me obsesioné tanto con el laúd. Y la marímbula, que cuando es la marímbula de abajo, se mueve y sirve para masticar. Y llevado por esa imagen viene la quijá de burro, y sepa que no lo estoy describiendo físicamente. Clave, guayo, botijo, y la púa donde gira, como alma de Órgano Oriental, el puerco, asándose con un rictus extraño; una mueca que uno no sabe si se queja o se deja voltear complacido por el guateque cerca de su guataca. ¿Y qué me dice del tres? El tres es más bravío, como si uno se salpicara las polainas en la cochiquera por culpa de un verraco ansioso, pero filtrado por el suave abanico de las palmas. El tres se inventó para no quedarse en cuatro. A mí el tres me arrebata, aunque prefiera coger el uno si se trata de una cola.

Ya presentados así, musical y campechanamente, agarrando por el mismo trillo venao, podemos conversar, meter atolondre, apearnos de la bestia para echar un párrafo, una conversa, que para eso hemos sido prácticamente coterráneos —usted en la rimable Campechuela, desde el 14 de mayo de 1911, y yo en Bayamo, unos tizones más tarde—. Coterráneos, subterráneos y muy venéreos. Bueno, usted más que yo, que hay que ver cómo lo venerean todavía en la Isla por algunas confusiones que quisiera aclarar aquí, a lo cortico, con los ariques bien trabaos, sin mucha pejiguera ni revolico. Con calma, que es como se resuelven mejor las cosas. No hay como tener calma y melsa para dilucidar las infusiones y diferir los diferendos.

Déjeme decirle una impresión mía sobre los miembros de su profesión: los guajiros más auténticos que he conocido, levantaron una vez polvorosa y espléndida raya en el bohío y se marcharon, con pie forzado y todo, para la capital del país, dejando un gran boquete en el verso quinto de la décima. Y con la espinela abrochada en la guayabera, han sido más persistentes que el macao si encuentra guarida de cobo. Ni con candela se arriman nuevamente al madrugador mugido. Tal parece que los dulces efluvios del palmiche —ese tubérculo tan alto— les desordenan el yarey cerebral.

Muchos años después, precisamente tras el accidente del 59, que trajo el expolio del monopolio, la erradicación de la polio y el uso del propolio, cuando el latifundio convirtióse en infundio, surgieron aquellas alegres entidades campesinas conocidas como cooperativas. Y hacia allá, a esos koljoses de reciedumbre siboney, sí iban los artistas de su clan a afinarle el espíritu a los recolectores y agricultores que no habían podido zafarse del paisaje, y que tenían del surco, de la bucólica floresta y de la tojosa flamígera, opiniones bien distintas a la de los enguayaberados de la ubre.

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