www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Manuel Alarcón Reina
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Cobrizo cobrero monticular y sonoro Manuel Alarcón Reina:

Si te digo que todavía, recién salido de una larga adolescencia, asombrado por los cuatro costados, le sigo jugando al número de tu camiseta a cuanta cosa de azar aparece, seguro que no me lo crees y te da por cantar aquellos bolerones que olían a Matusalén y naftalina en el bar del Hotel Telégrafo de Bayamo, como te vi por última vez, de mesa en mesa, de vaso en vaso, de gorjeo en gorjeo, siguiéndole el tumbao a un piano imaginario, muy tumbao, nada piano, y con la recta picando en el saladito de los comensales.

Y no es que los boleros fueran de lo más terrible de la artillería insular, e incluso con adornos yucatecos y veracruzanos, con cierta presencia de Orlando Contreras pasado por Chano Pozo. Mirándolo desde atrás de las mallas el repertorio funcionaba. Las mallas protegían de lo que a veces inca lo azteca. Eso no era lo tremendo. Eras tú, embriagado de pez rubia y sin quécher que encauzara los lanzamientos.

Recuerdo que me acerqué bastante, como arrimándome al cajón de bateo, para verte elevar los brazos y girarte completamente, para enseñar el 17 sobre las extensas espaldas que desarrollaste de surco en surco, con la guataca en ristre, en la gimnasia manigüera, y por poco me pegas un dedball virándote a primera, y emborrachándome de paso con el sutil aroma de dos gardenias que parecían puestas en un búcaro con ron Caney. Yo quise abrazarte en nombre de mis recuerdos, y de paso mirar aquel cuello de toro tostadito, solamente por comprobar si te habían puesto alguna chapilla en el último inventario del gobierno.

Debo reconocer que cantabas con el corazón, y debió ser eso lo que te acabó de matar. Por la forma del rubato, cualquier médico levemente inteligente te hubiera instalado un marcapasos. O quizá tenías ya una cita concertada con Ramón Echavarría —el Chava— o Ricardo Lazo, que te habían precedido en la deserción terrenal, para seguir en el entrenamiento y ganar el juego de las estrellas por allá arriba. Es posible que en vez de usar batos, pichearas en esa gran ocasión con satélites americanos, porque los rusos eran demasiado obtusos como para acomodarlos en tenedor o knickeball. La pelota batos resultó una bazofia, como si cargara el espíritu de un indio muerto en la matanza de Caonao, y a tres metros del home se le acababa el casabe. Por eso había que ponerle un extra.

Aquella noche, escuchando cómo cantabas, maravillándome ante la persistencia de algunas parejas que aguantaban en el tugurio a pie firme, pensé que cualquier manager de Grandes Ligas te hubiera podido contratar al momento. Así, el día que no te tocara lanzar, podías darte una vuelta por el banco del otro equipo, sonándoles de paso algún bolero y desmoralizándolos para el resto de la noche.

Y allí, en la penumbra del acogedor barsito —lleno de barseros—, que tú te empeñabas en hacer parecer un sótano de los que usaba Torquemada para distraerse del ocio medieval, me asaltó la duda: estaba seguro de que muchos de los que aprovechaban tus dulces berridos, las alusiones musicales a los despechos de amor, para despecharse a gusto con los pechos de sus acompañantes, desconocían todo lo que habías hecho en el deporte nacional.

En el otro deporte, que no era precisamente la inspección en las glándulas mamarias o la revisión de entrepiernas, sino el baseball —para decirlo en escocés— llamado también béisbol, o simplemente pelota, por los menos apasionados.

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