www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Sergio 'Pipián' Martínez
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Cilíndrico rodador de chivos Sergio Pipián Martínez:

Te confieso que siempre he tenido una relación freudiana con la geografía. Será por aquella maestra que tuve, tan parecida a Pola Negri, aunque era muy blanqui. Cabello de cuervo sobre el rostro, ojos profundos y oscuros, labios jugosos, sueldo fijo, piel mórbida. Yo, desde que la mórbide, siendo casi un niño, me enamorédide. Y ya te digo que actuaba igual que Pola Negri. Ninguna de las dos me hicieron nunca puñetero caso.

Bicicleta

Tal vez no haya sido esa pasión por ella, al verla poner su manita sobre los mapas, hundir su dedito en los ríos sin sacar ninguna trucha agonizante, untarse el codo de cordilleras, y adivinar su selva oculta, lo que me moviera a lo geográfico, sino las ganas de no estar en el lugar en que estaba. Todo el mundo lleva un Marco Polo dentro, algunos con menos pasaportes que otros, y con alguna profesora de geografía, como la mía, que me ponía a mil cuando tocaba el Matto Grosso en el planisferio. Desde entonces vivo convencido de que el sur también existe, y es, para mí, mucho más interesante y encantador que el norte. El sur puede ser también revuelto y brutal.

Por eso mi primer trauma contigo no fue ciclístico, sino geográfico, y a sólo 15 kilómetros de distancia. Mira que perdí tiempo sobre el dibujo de la Isla buscando el pueblo Pipián Martínez, cará. Llegué a encontrar San Juan y Martínez, que debió ser tío tuyo, o pariente por parte de ruedas, y, por el otro lado, allí, a la mano infantil desde Madruga, Pipián, solo, un pueblecito de menos de mil almas.

Cuando salí de la duda, y también de mi primera decepción geográfica con mi maestra estilo Pola Negri, que no me quiso amar polas buenas ni polas malas, y encontré Pipián en el mapa, ¿qué me quedaba si no rodar y rodar, apretar el colon y darle a los pedales? Ahí pasaste tú como una flecha, como un relámpago, casi como un bólido válido, ante mis chatas, pequeñas, infantes narices, un día de 1964 o de 1965, cuando todavía el cubano podía darle vueltas a Cuba. Ahora, de lejos, sé que Cuba me da vueltas, pero resisto el mareo.

Pipián era entonces un puñado de casas de cañas y barro, y tenía una característica muy significativa que no hubiera dejado dormir a pierna suelta al reverendo Martín Luther King, y que al explosivo Malcom X le pondría la bilis a millón: allí, lo ocre como que no despertaba mucho entusiasmo, y era de los pocos lugares en que la religión yoruba no había echado raíces, tal vez porque la única familia que podría practicarla no contaba con el cariño de su población.

Los habitantes de Pipián, en esa época, mantenían su integridad levemente canaria mediante el ejercicio de una costumbre profiláctica: todo el que tuviera algún pariente nigeriano debía vivir fuera de la zona urbana. No estoy seguro que pudieran entrar a Pipián solicitando un pase en la puerta del caserío. O los recibiría un señor con batilongo y capucha nevada, sonriéndoles, con una cordial antorcha en una mano. En aquel lugar tan recapado y rodador, naciste tú, entre terrones rojos, el 8 de sepetiembre de 1943, un año como para no echarle aire a las llantas.

Ese dato siempre me resultó muy raro, siendo yo un niño madrugador en las temporadas que pasaba con mis abuelos, tíos y primos en Madruga, que Dios la ayuda, poniendo mi diminuta curiosidad en lo que ahora han dado en llamar la diversidad, cada vez que se reventaba un bembé en la casa de enfrente, justamente al lado de donde la familia Urfé había parido tanto danzón. Y ya me alejé de la meta y me empieza a sudar el guardafango.

Fue en Madruga precisamente cuando me hice aficionado a tu deporte, pero a mí las aficiones me dan afecciones, de manera que busqué la manera menos ilegal de practicarlo como profesional: cada vez que me montaba en el chivo me ganaba una pecuara, cifra insuficiente para una carrera deportiva o universitaria, mas para una carrerita pre adolescente como la mía bastaba, y además, peseta a peseta se hace uno maceta. Gracias a una tía, a quien pusieron a dirigir la centralita telefónica, avisaba a los habitantes que sus parientes del más allá les llamarían a una hora preacordada, o les llevaba, raudo y tímbrico, el telegrama con el recado.

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