www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
  Parte 1/3
 
Carta a Antonio Meucci
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Florentino, inventarioso y telefónico Antonio Meucci:

Estoy desolado. Los graves acontecimientos recientes han dinamitado mi fe y el transporte urbano. Quise decir: mi fe en el transporte urbano. Cuando supe las terribles noticias, me puse a llamar insistentemente a Madrid; di un dedo alevoso para comprobar la integridad y el integrismo corporal de mis amigos ante el otro integrismo.

Antonio Meucci

Lo peor vino más tarde. No vea el desencanto que me embargó —embargo asesino— al comprobar que, de mi organismo ligeramente autónomo, en esta edad provecta a la que he arribado, lo que mejor funciona es el teléfono. Duele mucho que un hombre compruebe que el trasto inventado por usted hace siglo y medio sea el aparato que más utiliza en su aburrida cotidianidad. Y lo más infalible de su cuerpo.

Tras esa experiencia no me consoló nada encontrar la definición técnica de teléfono: "dispositivo de telecomunicación diseñado para transmitir conversación por medio de señales eléctricas". De manera que estaba yo viviendo a base de un dispositivo que utiliza algo que en Texas achicharra a varios hombres al año. Y no es que me queje de la importancia que ha llegado a tener este artilugio en nuestra vida, que en definitiva sirve lo mismo para pedir una pizza que una ambulancia; preguntar el horario de una película, que sonarle una turca diarreica al jefe cuando no queremos ir a trabajar; hablar de amor, de lo que están dando en la bodega o pedir cuchillitas de afeitar a los parientes allende los males. Conozco señoras que incluso prefieren decir su edad real a que les corten el servicio telefónico. Pero de ahí a saber que el teléfono funciona mejor que el hígado ya me llena de naftalina la cordura.

Reconozco que todas estas reflexiones las escribo anonadado, bajo el peso de lo acontecido en la última semana. Con la fe hecha añicos, he tenido los más turbadores pensamientos, como cuando se cruzan las líneas telefónicas y, al marcar el número de la funeraria de Zapata, te sale la viril y combativa voz de un sargento mayor de la base antiaérea de Catalina de Güines diciéndote que ordenes; lanzándote, de paso, un lema hirviente y herbívoro contra el enemigo. Eso termina por deprimirte uniformado y uniforme.

No hay nada como una fe dinamitada para comenzar a pensar en conversiones, y no solamente matemáticas. Así estaba mi espíritu, tan inalámbrico que hasta pensé convertirme al islamismo. Razoné, busqué un signo en la arena, como braceando entre las dunas —¿Victoria de las Dunas?—. Mi mente turbada me inclinaba al turbante. Me arrodillé a orar, pero una duda puramente ortográfica me hizo recapacitar: ¿orar era con hache o sin hache? ¿Me gustaba orar sin hache o prefería horadar con ella?

Repasé en dos segundos otros inconvenientes, como mi artrosis galopante, que no me permitiría estar haciendo flexiones sobre una alfombra. Vino a mi mente otro argumento irrebatible: mi orientación. Si siempre he ido muy desorientado en esta vida, principalmente en lo ideológico, ¿cómo me orientaría yo mismo, por muy nacido en Oriente que fuera? Me conozco tanto que no le recomiendo a nadie mi compañía por más de cuarenta minutos seguidos. No puedo rezar orientado hacia la Meca, si no sé para dónde tira Tarragona, que está ahí mismo.

Una de las ventajas de abrazar la nueva religión era la poligamia, ese deporte tan completo, que me permitiría abrazar más cosas. Pero me llamé a capítulo, razonando con frialdad ¿de qué me serviría poseer tantas mujeres si cada cuatro horas me interrumpiría el muecín con sus aullidos, llamándome a oración? El muecín es un sujeto muy molesto, trepado en una torre, que no para de vociferar a las horas más insospechadas. Entre el muecín, el sabor de los dátiles, las abluciones y la obligación moral de degollar a mis mujeres si les notaba cualquier halo de infidelidad bajo el velo, decidí no convertirme a nada. Y mucho menos a una religión que extirparía el chicharrón de puerco de mi dieta. Desconfío de un hombre incapaz de comer chicharrones, aunque no sea diciembre.

Mi anatomía —que ahora funciona casi todo el tiempo a larga distancia— no resistiría un Ramadán. Viví uno, involuntario, demasiado prolongado, con un muecín encaramado en todas las torres, que me obligaba a largas marchas e inacabables oraciones. Así que maté el camello que se me estaba acercando y lo guardé en la nevera. Entonces volví a coger el bejuco, es decir, ese aparato que patentó Alexander Graham Bell y que, sin embargo, había inventado usted en la ciudad de La Habana, y me dispuse a darle una sana alegría a la mejor persona que conozco.

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