www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Blanquita Becerra
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Teatrera y bufandista Blanquita Becerra:

Según tengo entendido, hiciste tu debut en el Teatro Principal, de Santa Clara, allá por 1936, sustituyendo a una bailarina de la compañía de tu padre, que se enfermó. Teniendo en cuenta que habías nacido en el poblado de San Antonio de Vueltas en 1887, habías dado ya muchísimas vueltas al trompo y tenías más tablas que una barbacoa de Centrohabana; los espectadores que asistieron a aquella velada la recordarían de por vida. No siempre uno tiene la posibilidad de ver a una vieja dando tropezones en el escenario a menos que se haya una reposición de El lago de los cisnes en el teatro García Lorca. Sería como ver girar a la jefa de viejelancia de cualquier CDR que se respete.

B. Becerra

Sean o no ciertas las fechas halladas, te digo que debutar es emocionante. Te lo afirmo yo, que todavía siento el temblor de mi debut, en un aula, de aquello que se llamaba kindergarten y creíamos era preescolar. Recuerdo cómo levanté la mano para evacuar una duda, y luego de regresar del baño, ya evacuado todo, mi rostro ardía entre el miedo escénico y la felicidad. Y tuve la misma suerte que tú, porque ese día se había enfermado el niño que siempre hacía el mismo papel por alguna incontinencia, o por obstinación, o por noción prenatal de estirar piernas y vejiga a las diez y cuarto, o por pura osadía de aceptar las micciones más arriesgadas. Ya luego me fue más fácil debutar cada día, a veces sin levantar la mano y no solamente para evacuaciones algebráicas. En ocasiones solamente evacuaba una opinión, y como la gente se reía, pues yo lo daba como chiste.

A la que nunca le gustó esa manía mía, y se sonrojaba, no por miedo escénico sino por preocupación por mi futuro, era mi madre. La responsabilidad social de que un hijo debuta mantiene alerta a los progenitores, que prefieren un vástago calmado, tranquilo, controlable, y no saber que su hijo debuta. Quizá a ti te sucedió lo mismo en la debutancia, y con las maromas sentiste la risa del público, esa oleada que nos acaricia el páncreas nuestro de cada día, y eso te alentó a dedicarte a este oficio tan esforzado, cruel, mal pagado, cruel, profundo, detestado y cruel que es el humor, que muchos confunden con el relajo, donde siempre se está a punto de perder el pellajo. Sé que el humor relaja, pero no hay que confundirlo, que ya bastante confundidos vamos quienes lo practicamos por este mundo de confusión, sin la manía de ir cada día al confusionario.

Tal vez lo que nos falta sea reír más a menudo. Pienso que eso puede resolverse convenciendo a los gobernantes de la Isla a pasar por algunos seminarios explicándoles seriamente lo saludable que es el humor. Si se enteraran que si la gente riera con más frecuencia bajaría la tasa de mortalidad infantil, y disminuirían las dolencias cardíacas, los accidentes de tránsito y la desesperanza de vida —sin cruzar el estrecho— fuera de unos cincuenta años a la sombra, hasta se pintarían la cara con harina y se pusieran pelotas rojas de ping pong en los pies y zapatones en la nariz antes de cada baño de pueblo.

Imaginarían un país donde los enfermos se partieran de la risa llevando sus bombillos particulares a los hospitales, e incluso, participando, en esos planteles de salud, en un concurso para seleccionar a quien lleve la iluminación más original, y hasta les dieran un premio de consolación —otro bombillo— a los que sufran la pérdida del propio.

No digo que los dirigentes se presten de muy buena gana a trabajar en el circo, una vez por semana, con obligatoriedad, pero sí podrían —alguno de seguro pusiera la podrían— tener apariciones fugaces en comedias televisivas y sainetes teatrales. Y en las clausuras de eventos, un actor humorístico se encargaría de parodiar sus escabrosos discursos, con la complacencia de los invitados;  tal vez un mimo iría gestualizando sus aburridas tabarras, con lo cual los participantes saldrían con un rostro sonriente en sus caras.

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