www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 1/2
 
Carta a Marlon Brando
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Camaleónico, doncorleónico y mantequillero Marlon Brando:

Si no me convencieran muchas de sus actuaciones para quererle, me habría bastardo esta frase suya: "Se podría calificar de actores a todos los políticos". A partir de ahí le agarré un cariño tan grande que, cuando le vi haciendo de papá de Superman, anduve un tiempo con los calzoncillos por encima del pantalón, a ver si yo tenía la misma suerte.

M. Brando
Fotograma de 'El Padrino'.

Lo trágico de todo eso es que luego confesó que hubiera preferido ser mejor padre y peor actor. No sé qué decirle al respecto. Cuando uno se lanza a dominar al mundo, sea con la seducción de otras vidas simuladas, o con la simulación de otras existencias posibles —como se hace en política—, se descuidan la próstata, los hijos y la zapatilla de la ducha. Hay que escoger, y para mí, en mi opinión —que es humilde y de una honrorosa molestia— como actor, partió el bate de majagua y todos sus papeles fueron papeles higiénicos, de padre y muy señor mío. Por eso su vida fue lo que fue, y en algunas cosas se parece a la mía y en otras, a otro actorazo que jamás ha ganado un Oscar, tal vez porque no estudió en Actors Studios, sino en los maristas, y esos no están homologados para las tablas y el celuloide, por mucho que el que digo tenga cara de palo y mentalidad plastificada.

De modo que me esforcé en aquellos años por llamar su atención, con mi habitual espíritu derrotista, que tiraba siempre hacia lo musical para salvarse, fiel al lema de "Convertiremos a Revé en victoria". No tenía muchas esperanzas, le confieso, a pesar de que la Orquesta Revé tenía en aquel tiempo El martes, como éxito de cabecera, y otro de justificante, titulado Ese muerto no lo pago yo; sé que no me habría hecho mucho caso por tres razones fundamentales:

-Yo era solamente un rostro en la luchedumbre.

-Usted sólo hacía de buen padre en el cine.

-Tercero y último: no iba a regresar de nuevo a Cuba. El chapeo llegó bajito y se había acabado La Choricera. Su amigo Silvano Chueg Echavarría, El Chori, estaba en cueros, como sus tumbadoras.

Con La Choricera se fuñeron El Pompilio, La Taberna de Pedro, Los Tres Hermanos, El Ranchito, y, por supuesto, el Pennsylvania, porque los rebeldes que acabaron con la supuesta lacra de la rumba, o eran sordos o venían de Transilvania. Y aquella Habana que le hizo perder la cabeza y 90 dólares en tumbadoras, en un primer viaje casi furtivo en 1956, comenzó a parecerse más a un Sovjós de Krashnodar que al paraíso con remiendos, pero natural, fantasmagórico y con una sabrosura indomable que fue el resultado de sucesivas invasiones, evoluciones, dilaciones, chachachasiones, mamboletas, y delirios salvajes, entre el Bacardí y la Materva, el Arechavala y el guarapo, el Bienmesabe y la cerveza Hatuey, con su sabor a potaje de siboney.

Pero entonces yo no sabía nada de eso. Adolecía, en mi tímida adolescencia, con un fervor que me llevaba casi al calambre, al levantarme cada día con el puño en alto para asaltar el futuro y, de paso, aquella ruta 27, fantasmal y metafórica. De manera que si usted había triunfado en 1951 con Un tranvía llamado deseo, yo andaba en los años setenta con el deseo de un tranvía, y un llamado de la patria que era, en el fondo, el de la selva.

Había leído entonces algo que usted había dicho sobre la gente —que en mi caso no era simplemente "la gente", sino las masas combativas, o el pueblo victorioso que me rodeaba—, algo así como "No me gusta la gente ni aprecio a mi vecino". Y estábamos de acuerdo, sólo que si yo decía esa burrada, le hacía directamente la competencia a Hatuey, antes de ser cerveza. Hizo otra confesión con la que me sentí muy identificado con eso de: "Mi madre lo era todo para mí. Cuando volvía a casa del colegio, no había nadie, el frigorífico estaba vacío y sonaba el teléfono". Casi calcado a mi realidad, con una ligerísima diferencia: su teléfono sonaba para avisar que fueran a recoger a su vieja, que estaba con una curda de apaga y vámonos, y el de mi casa sonaba para emborrachar a la mía de consignas, guardias y campañas para derrotar a no sé qué imperialismo.

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