www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a José Ángel Buesa (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Neolírico, domingotrístico y nefrítico vate José Ángel Buesa:

J. A. Buesa

Cada vez que necesito atemperar el alma para que se aposente en ella la poyésis, pienso en la palabra leucocito. Antes era más fácil, solamente mencionando bacilo de Koch —o tosiendo con cierta dulzura siglo XIX: koch, koch, koch— ya tenía la lira en su punto. Luego experimenté con lipotimia, glaucoma, archidiócesis, huachitorito, pachamama, anábasis y fibroma, y alcanzaba con ellas el mismo estado, pero con poca fijación. Ya a los diez minutos tenía que buscar un auxiliar, que podía ser repetir tres veces, en voz baja, la fórmula secreta "sarcoma de Karpovski", o, en su defecto, musitaba Nureyev o chancro —siempre silbando los primeros compases de La cumparsita— y mi mente volaba sobre las alas de la lírica para enredarse con los cables del teléfono. Hasta que encontré un verso suyo y se me entristecieron los domingos y el resto de la semana, más o menos hasta el viernes.

No vea cómo me aferré a su verso, como náufrago a lata de leche condensada, porque me recordaba las visitas de mi madre a nuestros anuales entrenamientos anti ecológicos, conocidos como Escuelas al Campo, donde se extinguía a nuestro alrededor, lentamente, la fauna y la flora, y quedaban, de paso, ciertas guajiritas desfloradas de amor, Nemesias con amnesia, flores carboneras que continuarían para toda la vida de sus vidas rompiendo "las piedras con las piedras de sus callos", sobre todo los mentales.

Aquellos domingos de gloria escapábamos ligerísimos del yute de las literas para practicar el voyeurismo más familiar, vigías estomacales, devorando la punta polvorienta del camino por donde llegarían los padres con su carga semanal de alimentos, chucherías, boberías masticables y peters del Parque Lenin. En sus alforjas de Cruz Roja cubana no podía faltar la latica salvadora de leche quemada, bautizada tiernamente como "fanguito", que nos produciría, en este orden: ansiedad, placer, desvelos y diarreas.

Por eso, cuando leí aquel verso suyo que rezaba: "Este domingo triste pienso en ti dulcemente", me empezó este desorden en los jugos gástricos que me acompaña hoy por el mundo. Estaba claro y cantado. Usted se refería a mi circunstancia particular sin conocerme y sin haber visto a mi vieja ni una sola vez. Eso de "domingo triste" hablaba de mi estado de ánimo ese preciso día, en que las orientaciones de arriba me alejaban del surco, que era mi aliento y mi escudo, mi trinchera del beber, mi guarida y mi estandarte, porque aún creía fieramente, repleto de ilusión, que el trabajo hizo al hombre y azúcar para crecer. No doblar la cintura el séptimo día me ponía adventista y levemente deprimido; era una jornada perdida en la construcción del socialismo, y yo pensaba que un día sin apuntalarlo era fatal, como más tarde se pudo comprobar.

¿Qué otra cosa iba a ser, desmetaforizando estomacalmente la metáfora, aquella alusión al "pienso en ti dulcemente" sino la ansiosa vigilia, con mi mascota de tercera desplegada a todo trapo, esperando que cayera la salvadora lata de "fanguito"? Para que los incrédulos se acaben de convencer de la validez de lo que afirmo, ahí les sueno el segundo verso de su poemita dominical, que dice: "y mi vieja mentira de olvido, ya no miente", donde se delata, clarito claribel, no solamente la mención de mi madre —"mi vieja mentira"— mezclándola con "olvido", porque usted seguro supo de aquel domingo que aparentemente "se le olvidó" echar en el jolongo la esperada salvación metálico láctea, y de veras no mintió, pues al final de la jornada, vencido ya el elástico pan con bisté, me confesó que la había cambiado por dos libras de arroz para que sobreviviera mi hermano, que en aquellos momentos tenía cierta vocación de yaguaza.

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