www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a Perucho Figueredo (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Himnótico, embustecido y afusilado amigo Pedro Figueredo Cisneros:

Si tengo que escoger al músico que más me ha acompañado en la vida, ya sabe bien que sería usted. Más que Joseíto Fernández, o tanto, porque no hay cubano, dentro o fuera, sordo o licenciado, mudo o de la ANCI, que se libre de la Guajira guantanamera, tema sanguíneo y gozosamente nacional, que me han ordenado cantar hasta en los aeropuertos, cuando el color manatí alopésico de mi pasaporte no convencía a los gendarmes de aduanas. Me he visto obligado a interpretarla hasta con versos de la charada, rematando siempre la actuación con unos pasitos de rumba, para sentirme Papín, y un bis del Chan Chan por aquello de la actualidad.

P. Figueredo

Nunca he probado, sin embargo, entonar La Bayamesa —que así se llamó su compuesto antes de que el 5 de noviembre de 1900 la Asamblea Constituyente decretara que fuera el Himno de Bayamo o Himno Nacional Cubano— para ver si cuela en los amargos momentos en que dos policías franceses —de piel cobriza y pelo rizo pero con un aire lejano a Alain Delon, naturales del Distrito 18 de París— sospechan que uno es de ninguna parte, y no se tragan que se pueda ser cubano sin parecerse a Celia Cruz o a Javier Barden haciendo de Reinaldo Arenas.

Un cubano que no grite ¡Azúcar!, no diga suávana, que no se crea un hueso duro de roer o tenga un paso más chévere, parece un filipino a quien le hablaron de Varadero, presumible agente de la CIA. No he entonado ese canto suyo, que se ha mantenido ciento y pico de años en el hit parade, porque lo he considerado siempre un poco ridículo, estulto, orientado de arriba y, porque es, en el mejor de los casos, un acto íntimo, una especie de mantra de identificación personal, un recurso nemotécnico, o una cobija pobre para explicar al mundo a qué grupo más o menos sanguíneo o sanguinolento pertenecemos.

Supongo que además podría traerme problemas añadidos hacerlo en esos lugares. O nadie comprende que somos un pueblo bravío, ardoroso, combatiente y con tendencia al exhibicionismo y la oligofrenia, o allí mismo me esposarían, acusado de plagio, por hacer una variante muy mal cantada de La Marsellesa.

También pudieran —si son despiertos y están a la última— pasarme por el escáner, para descubrir si la bayamesa llevo en el alma y la quiero introducir de contrabando. Además, cómo explicaría en un caso semejante que ese canto bravío fue compuesto por un prestigioso abogado de mi pueblo que se puso a hacer musiquita, en vez de dedicar su valioso tiempo a defender a los cinco héroes encarcelados por el improperio.

Pero abandonemos aeropuertos y otras ventanillas enrejadas, que aquí pretendo dejar constancia de que nos conocemos desde chiquitos, y que casi crecimos juntos. Es un decir, por supuesto, una frase retórica, retorcida y retocada, un retruécano de mamoncillo y rábano, porque a fin de cuentas, yo me estiré un poco y usted siguió siendo, para mí y para el resto de los coterráneos compatriotas, una cabeza con un poco de busto, que parecía decir "el busto es mío", a merced de autoridades municipales de cualquier color o calaña, pero siempre en aquella piedra amarilla, embustado que no embustero, mirando a Carlos Manuel en ese parque donde lo habían puesto de cuerpo entero —el cuerpo del delirio—, busto con patas y brazos, a punto de bajarse y entrar a su casa natal.

Me daba pena verlo aprisionado así en aquel monumento que no llegaba a obelisco, atrapado en la piedra, aprisionado, como cumpliendo la condena de aquel refrán que luego se ha puesto tan en boga para los que no han alcanzado a bogar con suerte: "Échale piedra y dale prisión".

Confieso que verle así, domingo tras domingo, y luego sábado tras sábado, engullido por el material calcáreo, sin mostrar sus calcáneos, produjo la primera de mis grandes dudas sobre la injusticia de este mundo: había una gran diferencia, una abismal separación, entre un Padre de la Patria y un músico.

Creo que desde entonces comencé a prepararme para ver cómo, en cualquier parte del globo, a un artista lo tiran a mondongo. A lo más que llegamos es a asomar la cabeza sobre un pedestal de piedra: cabeza, frentón jai alai, pescuezal, lacito de pajarita y va en coche; aunque hay quien tiene mejor suerte, y agarra hasta un plisado de camisa, o un borde de chaleco, asegún le caiga a los mandatarios que mandan a perpetuar la insignidad del insigne. Un artista no agarra transporte animal por mucho que se esfuerce, y uno está harto, y hasta los juanetes, de ver a todos esos inútiles, militares y héroes, trepados en caballos, burlones ante nuestra condición peatonal.

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