www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a Pancho Marty (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Matrero, tratante, pescadero y catalán Francésc Marty i Torrens, Pancho Marty:

Esclavos

He recorrido todo el barrio de Grácia, en Barcelona, y allí nadie le recuerda. No me hizo ninguna gracia recorrer el barrio de Grácia buscando pistas suyas, leves hilachas de su paso, que terminaron en desgracia, pero así soy cuando me hago el gracioso. Vide, eso sí, a unos recios morenos de capilares enrevesados, ojos botados, enrojecidos, y andares cansinos, como si la jungla se las hubiese junglado mucho, e imaginé que, como yo, le buscarían, para preguntarle por unos sus parientes, que usted ayudó a ubicar en Cuba allá a mediados del siglo XIX —que está ahí mismitico— y de los que no han vuelto a tener noticias.

No eran precisamente nubios, ni de ojos azules —que en el África actual lo único azul que se puede hallar son los cascos de los soldados de la ONU y ciertos horizontes tras el Kilimanjaro, esa montaña donde se emborrachaba Hemingway antes de mudarse a San Francisco de Paula—, y miraban con curiosidad cada calle del barrio, braceando sin bejucos, y parloteando en esa amable jerga caníbal que no supo aprender Tarzán a tiempo, de manera que imaginé lo que le deparaba el destino si le encontraban.

Pero, pobres pardos, pardiendo el tiempo, pardiez, si usted salió de allí con espardenyas —que es la forma cómoda y catalana de la alpargata—, cuatro varas de hambre afilándole el olfato negociero, y una ferocidad marina que le pegó al pescado en la siempre fiel isla de Cuba, allá por los alegres años veinte, pero del mil ochocientos.

Cierro mis ojos —no del modo en que lo haría el cantante Raphael— y le veo descendiendo por aquel muelle. La ciudad se tiende bajo sus vigorosos pieses catalanes llena de baches —la seguimos conservando así un poco en su honor—, y su vista de águila analfabeta recorre los espacios insondables, las penumbras profundas —también las conservamos, para que lleve carta—, el bullicio que da el ajiaco racial sin racionamiento, y ¡voilá!, sabiendo lo autoritarios que son los gobiernos que aman al pueblo, se decide a jugarse su futuro, a lanzarse al ruedo, a buscar el toro por el toro, y a agarrar el todo por las astas, asta o hasta que salga a flote. Arribó, y desde arriba, vio que el fósforo estaba en el pescado, pero antes había que meterle al contrabando, que es una cosa tan tradicional en Cuba que ya uno ni cuenta se da.

No doy por muy real, o cierta, o verídica, o veraz —ya lo verás me decía mi abuela— aquella historia de cómo se le coló, embozado, envuelto en oscurísima capa, al Capitán General Miguel Tacón en su despacho, una medianoche de gruesa nevada en La Habana, cuando su cabeza tenía alto precio, y con la suya, la del resto de los contrabandistas que entraban y salían del territorio insular como Pedro por su casa; especialistas en cueros, importando cosas de importancia como café, carnes diversas, grabadoras, bombillas, mechas de arcabuces, carnes mechadas, mechas del pueblo combatiente, panoplias, linternas de bajo amperaje, arneses, espuelas, tractores, triciclos reciclados, películas porno, tulipas para faroles chinos y chinos con tulipanes.

No sé cuándo nevó en La Habana, aunque un tipo perspicaz preparara la capital para tal adversidad en los lejanos inicios del accidente que nos mantiene enyesados desde hace 45 añojos. No creo mucho en esa versión en la que emuló al Zorro y a Fantomas, aunque sí me trago lo del trato favorable que negoció con el representante de la Corona: usted le ayudaba a acabar con el vicio de la bolsa negra y él le pagaba gruesa suma. Es que conozco la catalanidad, y una onza de oro vale su peso, y tuesta a un albino. No hay contrabandista que haya bailado sardanas que no se entregue él mismo si puede cobrar la recompensa.

Y lo hizo, o así cuenta la leyenda antes de que en un árbol se encontrara encaramado un indito guaraní. De modo que vamos a apear al indio, caerle a pedradas al pájaro chogüí, y entrémosle al pargo en la misma costura, que así fue el trato final con Tacón, un acuerdo marino en que usted renunció a la inmensa suma ofrecida por su propia captura, y salió de allí, en cambio, con la licencia del monopolio del pescado en La Habana.

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