Aéreo, bolidecio y capado Superman:

Desde niño me acostumbré a mirar al cielo por si aparecías. Retumbaban en mis tiernas ovejas —¿o era piernas orejas? ¿tierras orugas?—, donde se escondía aquella diminuta trompa de Eustaquio —siempre me confundo y no sé qué tiene que ver Falopio con mis trompas, si en fin de cuentas vi abolirse la propiedad privada, y más que abolida, la miré irse a bolina— aquel anuncio de tu surcación por la atmósfera, cuando dejabas un surco, una raya, una estela poco Raval en la cúpula celeste: "No es un pájaro. No es un avión. Es Superman".

Y yo mirando aquella cópula estrellada, confundiendo tu paso con los YAK 40, llamados simpáticamente "paticos" por la imaginería popular, y de ese sitio, en esa época, sólo caían consignas, aguaceros de mayo, caca de la perra Laika, carairas cazando pollos, papalotes cortados, y un aire como de lenta indecencia que avisaba lo que vendría después.

Una de las consignas que cayó, casi de punta, era una muy sonora que me hizo pensar en ti como un mes seguido: "Los mejores van a Argelia". Y yo te hacía, por méritos propios, en la delegación.

Cómo no iba a pensar así, si comenzaban las celebraciones que transformarían mi celebro en un caleidoscopio de eventos victoriosos, y además se acababa de lanzar la propuesta para construir el hombre nuevo; un ejemplar único, con materiales importados del cerco de Stalingrado y piezas de reciente creación, que plantara cordones de La Habana, acabara con la quinta y con los mangos, derrotara al imperialismo en 72 horas —se quería rebajar la marca a 48—, venciera la batalla del 6º grado, desecara la Ciénaga de Zapata, sembrara café caturra en los inodoros, corriera diez flats con el corazón en la mano, ascendiera los 5 picos, fuera latinoafriano, cosechara más arroz que en China, convirtiera cocodrilos en pollos y reveses en victorias, inventara una vaca portátil para poner sobre el televisor, y al que le diera lo mismo acostarse sobre un saco de yute que sobre una piedra de Huambo, durmiendo el último y levantándose el primero, destilando un pegamento especial para no rajarse como los cristales y, si se lo llevaban en la golilla, que fuera cerca de una puerta para poner el nombre del Súper Nacional, para no pensar en mujerangas ni en madrecitas del alma querida, sino en estar dispuesto a que "mi último pensamiento será para ti", con lo cual la agonía se le llenaba de heroicos vellos faciales.

Mis padres estaban muy contentos, porque el espíritu de la época les permitía gritarse sin que pareciera una pelea conyugal, siempre que intercalaran algún lema, y tenían en mí, además, al más ingenuo de los vástagos, y ya se sabe que quien tiene un ingenuo, tiene un central. Yo me dedicaba a mirar el cielo del pueblo, a intentar volar en el reducido espacio de mi habitación, sin mucha suerte, eso sí, y a ver cómo podía crecer tróculo como tú para poder ayudar a los necesitados y combatir a los malos.

Pero afuera seguía la balacera. Y también llegaban noticias de que todo se iba transformando —sin ayuda tuya, por cierto— y yo tenía serias dudas de cómo podía un día estar hecho un mulo con seis huevos al mes para toda la familia, y la telita de vaca que comenzaron a repartir —y eso que Orestes López lo había advertido desde muchísimo antes con aquello de "Caballero, coman vianda"—, así que lo de ayudar a los necesitados se iba convirtiendo en cosa de familia, en empezar por uno mismo. Fue cuando me enteré que habían puesto una libreta de racionamiento, y ahí mismo se jorobó la idea de la capa.