www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
Parte 1/4
 
Carta a Perucho Figueredo (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Proceloso y musical prócer Pedro Perucho Figueredo Cisneros, segunda toma:

El 11 de junio de 1868 fue un día singular en Bayamo. Se iba acercando el momento de quemar el pueblo, cosa que haría felices a algunos vecinos rencorosos, pero esa mañana nadie preveía aún ese hecho extremo, aunque algún amargado lo hubiera manifestado así, como si nada, viendo pasar a los patriarcas que cuatro meses más tarde serían próceres y que ahora, momentáneamente, gozaban de la situación intermedia de ínclitos, para ensayar la esdrújula.

P. Figueredo

Ese día, en la Iglesia Mayor, estaban reunidos esos señores que luego se convertirían en nombres de escuelas en la emulación escolar, y había también, por lo del quórum, otros vecinos, artesanos, pequeños comerciantes, plebe extendida, entre los que seguramente no faltaría alguno de los pirómanos rencorosos que he mencionado.

Se celebraban las fiestas del Corpus Christi, y algo que no era humo flotaba en el aire. Había complicidad, reserva, y cierta masonería recorriendo los reclinatorios; secretismo reservado y paciencia reservista, reserva y expectación, amén de alguna que otra expectoración, que los momentos solemnes hacen toser cantidad. Y carraspear. No hay como un Corpus Christi para que el corpus de uno se sienta incómodo.

¡Y allí estaba la banda! No me refiero al grupo que formaban Carlos Manuel, Francisco, Maceo Osorio y usted, sino a la banda de música que dirigía el fraterno, campechano, masón y musical Manuel Muñoz Cedeño, maestro casi ínclito e inclinado, instrumentador de la grata sorpresa que iban a dar los antes ilustres a sus coterráneos cotorrones contemporáneos.

Asistían además, como era costumbre, las máximas autoridades municipales del partido y gobierno, en su rama más colonial, para decirlo con eufemismo. En otras palabras, aquello estaba repleto de zetas, uniformes, bayonzetas, sables, espadones, aromas de chorizo extremeño, gambas cantábricas y muñetas asturianas —españoles de todos los puntos cardenales—, encabezados por el propio gobernador de la plaza, un tal Julián Udaeta, que tenía fama de andar repartiendo leches —en el sentido semántico del lenguaje—, hostias y tacos, poseedor del carácter autoritario y agrio que caracteriza a cualquier peninsular al que manden a desfacer entuertos a un lugar repleto de conspiradores, contrabandistas y gente jorocona, que mata el aburrimiento haciendo rimitas con su puñetero apellido; y todo a 38 grados a la sombra, que le obliga a pasar de majo a majareta —también en el exacto sentido semántico del léxico de Lavapiés, Malasaña y otros madrileños santuarios de la lengua—.

Con ese handicap —para decirlo en catalán— o tal vez por ello, a la altura del Tedeum, que es como decir el noveno inning, rompió el maestro Muñoz Cedeño a mover los brazos y el ceño, y aquella orquesta impar soltó en el aire el aire estremecedor de las notas del compuesto que había usted componido, para no caer en chapuzas redundantes. Y la gente a enfebrecerse, y la tropa a encogerse, y algún guajiro a tantear el machete, y el cura a mirar a las alturas y no se armó el tíbiri tábara y el arroz con mango porque los bayameses somos enfermos a la música, y respetamos cualquier interpretación, con excepción de los días de carnaval.

Aquello fue el acabóse. La gente ardiendo de pasión —como ensayando para lo que vendría el 12 de enero del año siguiente—, la marcha retumbando en las vetustas paredes, y el ánimo cabalgando en cada pecho. Una multitud de gerundios pasionales. Y todos, en general y en particular, criollos reyoyos, moviendo la boca, pidiendo letra para aquella versión inflamable e instrumental.

Y luego, la citación militar, el llamado a capítulo, la rendición de cuentas ante Udaeta, que conteniendo la parte colérica de su humanidad peninsular, le espetó: "Majo, no trago", mientras temblaba su barbilla ante su masónica perilla. Y continuó, para que la historia no le colgara el cartelito de gilbertico: "Esa marchita suena a Bastilla de Batey con fósforo vivo, rediez; por eso pondré Jabón Candado a esta Villa".

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