www.cubaencuentro.com Jueves, 14 de abril de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a los Zapaticos de Rosa
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Amados, impolutos y vinílicos Zapaticos de Rosa:

Ustedes seguramente no imaginan el daño que han hecho en la mentalidad nacional. La de pesadillas que he tenido yo con el lío del calzado, sea de Rosa o de otra peletera. Ya les iré contando. Porque pienso que, desde que el tierno Apóstol coló el poemita en La Edad de Oro, como que nos quedamos en esa edad bastante infanticida, y hasta el futuro fue tan de juegos y cumpleaños que al final llegó el payaso Paniagua a dejarnos descalzos de mentalidad.

Zapaticos de rosa

Lo que pretendo decirles es que, de pronto, y a pesar de toda la buena fe que le puso el Maestro Jóse a la historia de la niña Pilar, con su mamá bastante carretilla, y aquella playa con aya de la francesa Florinda, Alberto el militar —ese que echaba un bote a la mar para dejar de militar— y la otra vejiga en el cuarto oscuro, nuestra forma de pensar en las cosas reales de la realidad se diluyó, se hizo fufú de plátano, pasta de oca, chorimorci, y se esfumó diciendo allí fumé.

No dejo de reconocer la prístina y educativa voluntad con la que el Apóstol escribió y difundió la obrita en que ustedes aparecen. Lo hizo para los niños, porque él quería a la infancia con delirio, no a la manera de Michael Jackson, sino pura y honestamente, como si fuera un niño más. Tal vez por eso los hizo protagonistas de su historia y hasta cerró con mariposa, haciéndose el dos cuando era realmente el uno; o es posible que se oliera desde entonces que iba a ser la flor nacional.

A partir de ese momento el cubano dejó de pensar que la cabeza era el órgano consultivo más importante, y se lo jugó todo a los pieses. De repente, esa pareja de hecho fue agarrando preponderancia hasta llegar a un libro de título redundante, A pie y descalzo, que contaba nuestras gestas más ingestas, abriendo trillo para la lloradera patria que devino impotencia médica. Ya eran más importantes los cascos que el cerebelo, porque, de mondongo a mondongo, ganaban los primeros por mayoría absoluta, cubiertos o descubiertos, con micocilén o sin talco.

De ello se aprovechó Paniagua más tarde, agarrando por la solapa al Apóstol y poniéndole el solapín de su conveniencia. Tomó una frase martiana y la hizo parábola que no para, aquella de las botas de siete leguas, que hizo al cubano olvidar sus ensueños peleteros —que iban de la vaqueta a Gucci pasando por los vaquetetumbo, los kikos plásticos y las botas rusas— y en ese andar agitado, buscando luz de futuro, empezaron los callos mentales —los otros callos los destinó al turismo— y desembocamos en ese instrumento tan nacional como la mariposa que es la chancleta.

Si de pronto alguien más filosófico que yo se dedicara a hacer recuento de los perjuicios que nos han hecho ustedes, sería como para tener sicoanalista de por vida, en una tilapia más intensiva que la actual. No olvidemos que la tilapia —pez nacional por más señas, compitiendo por ese alto honor en el arrempuje con el jurel y el troncho— se cría solamente en las presas, y que alguien me niegue que la población está en esas mismas condiciones. El esposo de la presa es la prisión, así que volvimos a la parejita de nuevo. Bah, seguiré dándole a las patas y les demostraré yo mismo las lesiones mentales causadas por ustedes, rosados y todo.

Para que se nos reblandeciera el cerebro, les cuento su primer efecto, duradero y pernicioso: la niñez y la declamación. No ha existido un puñetero niño cubano en siglo y medio al que no hayan obligado, bajo las torturas sicológicas o gastronómicas más crueles, a declamar esos versos delante de la familia, de extraños, e incluso de condiscípulos, tan mentecatos que recuerdan luego esa etapa como algo feliz en sus vidas, y hasta hacen lo imposible por reunirse, treinta años más tarde, sin guardarle rencor a la gorda que cuando tenía seis o siete años les amargó la mañana hablándoles de cómo aquel papá guanajo que incita a la esposa y a su progenitora al jineteo más ramplón y explícito, a esa madre obsesiva con el calzado de la hija, y a la zanguanga piedad de Pilar, que llega a conmoverse con una pedigüeña insolente, y ofrenda los ridículos tacos a la "niña enferma que vive en el cuarto oscuro".

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