www.cubaencuentro.com Jueves, 14 de abril de 2005

 
Parte 2/3
 
Carta a José Silverio Jorrín
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Y no es precisamente porque no haya sido usted hombre de esquinas. Para mí que la historia le dio el esquinazo. Y no es que se desdibuje, sino que lo dibujaron con esa tenue lechada bautizada con que intentan revivir el Malecón cada vez que desembarca un mandatario africano nuevo, de esos que no se han comido todavía los de la tribu contraria.

Imagine que grito su nombre desde la calle, como siguen haciendo los carteros en La Habana desde que la ciudad era bajita y de palo, en el mismo medio de la calle —para evitar que les caiga encima una torta de cemento, una maceta, un cederista desequilibrado, un balcón, una mulata o un cubo de agua sucia—: "José Silverio Jorrín Bramosiooooo". Lo más probable es que, en escuchando el segundo y extraño apellido, alguien me responda —la gente suele seguir siendo ligeramente amable a pesar del socialismo—: "El hermano, ya ese yuma no vive aquí. Lazarito dejó de alquilar, que lo tenían seco los inpestores".

Tal vez alguna señora bonachona, al escuchar su primer apellido, lo llame a uno, mirando en derredor, misteriosa, y bajando la voz, para decir: "¿Jorrín? ¿El violinista? Ese se murió o se fue del país. No lo sé porque yo no veo las mesas redondas esas". Y se irá con su jaba vacía hacia cualquier parte, con la honda duda de si ha ido a la bodega o regresa de ella. ¿Vio? En ese momento, ella quiso ser algo o alguien, y lo logró de algún modo. Esa es una de las esencias del cubano en lo cubano: ser, aunque sea un fuego fatuo, un destellito, un lucero, una estrella fugaz. La compañera dio información valiosa, brilló con luz propia, y luego volvió a desintegrarse en las sombras de la cladestinidad. Eso lo saben bien en ese Centro de Invenciones que radica en Villa Marista. Por eso hay tanto chivato suelto.

Pero volvamos a su caso y trazaré, con pincel indeleble y ágil, con trazos fugaces y artrósicos, su vida gaseosa en breves líneas. En mis apuntes dice que nació —sin penas ni glorias, agrego, ni complicaciones, ni hurras, ni jolgorio— en La Habana el 16 de junio de 1816, fecha de ninguna significación patria, y que murió el 6 de octubre de 1897 en Nueva York. Por ahí puede valorarse su mala suerte, siempre se moría en fechas insulsas, un par de días o un año antes de lo que la gente puede recordar.

Dice mi texto que fue abogado, orador y escritor prolífero. Reconozco que eso de escritor prolífero me deja seco. No conozco ese estilo o corriente. Todavía si dijera que fue un escritor modernista, o brillante, o surrealista, ya lo encajaba mejor en caja, pero ¿prolífero?…

Lo más importante o recordable de su biografía es que estudió en el Colegio San Cristóbal de Carraguao, que ya eso es noticia notable. No sabía que hubiera un San Cristóbal en Carraguao, palabra sonora, memorizable y de hondas connotaciones solariegas. Y otro dato que creo es lo mejor de su insípida existencia, permaneció allí, en ese Colegio carraguayense la bobería de once años. Nadie explica si fue por amor al centro o que era usted, en realidad, un seboruco de mucho cuidado. ¿Y así quería ser alguien? A la luz del presente, con un cerebro pedregoso, con una mollera tan ríspida, tal vez fuera ministro de Relaciones Exteriores, y eso hasta que lo dejaran, que siempre ese puesto es acrobático.

El resto es una sucesión de nadas, o de poquitos, como que fue Magistrado Suplente, que es peor que ser vice de algo o subsecretario de una cosa. Fue, así al pairo y en desordenada relación: Concejal del Ayuntamiento de La Habana, Síndico y hasta abogado de poderosas sociedades anónimas. Así no hay quien sobresalga, José Silverio. Menos mal que un día de 1869, de pronto, sin comerlo ni beberlo, fue desterrado. Teniendo en cuenta lo rabioso que era el despotismo español, que desterraba a cualquiera, uno no sabe qué decir, si lo suyo fue botadera o beca.

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