www.cubaencuentro.com Viernes, 22 de julio de 2005

 
Parte 1/2
 
Carta a la Guayabera
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Almidonada, cubanaleca y guajirilímpida Guayabera:

Unos versos sentidos te trajeron al perchero de mi imaginación —no confundir con la imaginación en una fiesta de percheros—, y allí te colgaste, sin almidón, resplandeciente, cubanísima como los tamales con prú. Decían: "Y la llaman guayabera/ por su nombre tan sencillo/ por llenarse los bolsillos/ con guayabas cotorreras". Qué lindo, qué hermosas cotorras volaron entre los percheros de la fiesta de mi imaginación. Y vide entonces, al son del almidón, a mi padre, con lacito y jipi, para que yo fuera luego un jipi sin que la policía me tirara sus lacitos. Qué bella prenda eres. Qué hermosa prenda has sido. Qué prendida te me quedas en la memoria —la fiesta… percheros… imaginación, etc.— impoluta, que tiene una rima que mancha mucho.

Mano
Con Guayabera y Tabaco (Mano).

Detrás de esos versículos vinieron otros. Cómo olvidar esa solicitud escrita —y elevada a las más altas e ínclitas instancias— por Clavelito, con musiquita percherona, como la fiesta de la imaginación, que rezan: "Quiero un sombrero de guano, una bandera/ quiero una guayabera/ y un son para bailar". Fue la época en que el cubano comenzó a conformarse con poco. Ya más tarde, cuando el Modisto Mayor se hizo Sastre, y le tomó las medidas al país, y empezó a faltar el almidón, se desató el lacito y el relajito; y a la gente, de manera muy sórdida —al estilo de Beethoven, pues somos un pueblo muy musical— le dio por subir la parada, y a aspirar a mejores cosas. Ya cuando pasó Maradona muchas personas aprendieron a aspirar de modo peligroso cualquier sustancia, que también somos deportivos.

Mi abuela lo dijo siempre: "Coja usted a un mamarracho, me le pone una guayabera limpia y bonita, y parecerá una persona decente y seria". Y tenía razón, cará. No de balde rompió el récord de harina con boniato cuando a Machado le dio por lo vegetal. Y como un tío mío era viandante de comercio, no le faltaba nada que llevara cáscara. El boniato, en dosis controladas, ataca la lucidez. Mira qué brillantes lucen los perros si les entra en la dieta el tubérculo. Con guayabera, todos los pardos parecen menos gatos. Y quienes la portan, gente inofensiva, incapaces de serrucharte el piso, aunque haya un brillo malévolo, allá lejos, tras la maraña de bolígrafos.

Porque una cosa que te hace superior, como vestimenta de combate diario, es la cantidad de bolsillos que te pusieron. Todo el que es incapaz de recordar algo, de llevar ideas en ese cajetín estrecho que suele ser la mente, se engancha una guayabera y se siente salvado. Con una guayabera, el más infeliz y ariñáñara de los mortales, logra parecer un patricio aunque sea Lumumba.

No importa que tenga aserrín en el güiro; no hay problemas si en la silla turca tiene posado un paramecio sordo; ningún inconveniente si en vez de cerebro posee un cobo enchumbado de almíbar. En poniéndose una guayabera, ya es un dios. Un dios menor, claro está, porque fuera del territorio nacional sonaría ligeramente folklórico —pruebe ponerse una guayabera en el lago Teletskoe, en el camping siberiano de Manzherok o en el delta del Mekong, para que lo compruebe— pero un diosecillo con bolsillos.

Todos aceptan la guayabera, antigua confección orillera, aunque ya venga sin guayabas cotorreras. Y cuando digo esto es porque la prenda es espirituana y espiritual, y la inventaron a orillas del Yayabo, ese río macho que ha logrado seguir teniendo dos orillas. Me vienen a la mente los póstumos versos de aquel poeta con problemas respiratorios, que te alababa así en su último aliento: "Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa/ (¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)/ y como buen cadáver descenderé a la fosa/ con una guayabera de oloroso almidón".

Sólo he conocido dos objetores que te repudian; dos seres casi humanos que te rechazan, que abominan de ti. Uno es aquel vecino mío llamado Ayamsorry, cuyo argumento era que sólo se pondría una guayabera el día que la usara Robert Plant, el cantante de Led Zeppelín. Pero ese es un caso aislado, porque padecía de retorcimientos hepáticos, producidos por un fulminante diversionismo ideológico.

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