www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a Plutarco Tuero
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Marrullero, absoluto y pillísimo alcalde Plutarco Tuero:

Después de tres suspensos seguidos en geografía de Cuba, viajes interminables por el territorio nacional y un postgrado en la lista de espera de la Terminal de Ómnibus de La Habana, vine a descubrir que San Nicolás del Peladero no existía. Ya era tarde. En mi imaginación —cultivada con esmero y esmeril de azuquín— tu pueblo se extendía por todo el territorio nacional, y más que un lugar físico y plenamente municípico, era referencia, un sitio perfectamente palpable en el carácter nacional, una entelequia sólida, una utopía cortable y con peso específico, forma determinada y farmacéutico gallego.

Yo era muy precoso, de rostro y mente. Así que, antes de verte encarnado, corpóreo, por Enrique Santiesteban, en la televisión de aquellos jueves pueblerinos, hube de leer las Crónicas del Peladero, del imaginativo, simpático y multifacético Carballido Rey, en una época en que nuestro Carballo Mayor afinaba cascos y crines para descarballerizar el potrero nacional y coronarse solapadamente como monarca.

Hasta ese momento, y a pesar de lo mal que salía la figura del corregidor en aquellas crónicas, ser alcalde era mi sueño secreto, y hasta le había echado fugaz vistazo a una obrita clásica titulada El alcalde que se la mea, o algo parecido. Ya con el paso del tiempo desistí, y no por la caricatura que resultaste ser, encarnado en el gran actor, sino porque me fue gustando más el papel de Montelongo Cañón. Quizá tenía más gracia estar en la oposición, que al cabo resultó ser lo mío.

No olvidaré jamás la primera noche en que te vi, chispeante y corrompible, ya Plutarco en la plutarquía —que era tu larga permanencia en la alcaldía— mientras afuera la noche insular destilaba insulina, y todo se iba haciendo, con esfuerzos inenarrables, un peladero sin San Nicolás, porque los santos habían pasado a mejor vida. Allí estabas, vivísimo y caracoleando en el rostro de Santiesteban, tabaco Armandito Lugo en boca, guayabera implacable, bigote fino a lo Negrete, disponiendo de las fuerzas vivas, de los adornos que el Sargento Arencibia iría colgando en las guásimas durante veinte largos años, y luchando denodadamente por el atraso del pueblo, que era el ejemplo que íbamos a seguir más tarde todos los cubanos. Ese afán por mantener el deterioro se convirtió en nuestra aspiración.

Así que desde la televisión comenzaste a plutarcar todo, a desordenarlo todo, a gobernar con personalismo, brutalmente, mangoneando, decidiendo y haciendo lo que te salía del dril cien, que era una tela muy burguesa que luego se perdió para siempre, porque el pueblo debe saber lo que es el calor. Y la gente comenzó a funcionar, viéndote inaugurar emolumentos, de un modo muy raro: se reían del pasado que acababa de pasar y que, de alguna manera, les había gustado. Era el triunfo de la caricatura.

De manera que por vía del choteo se iba glorificando algo que supuestamente no debía seguir siendo: cañonas, meteduras de pata, desafueros analfabúrricos, personalización de las instituciones democráticas, que por culpa de gente como Plutarco Tuero eran una bazofia. Así todos empezamos a estar de acuerdo en destoletarlas, en lugar de impedir que los Plutarcos agarraran el rábano por las hojas. Y había que verte, caracterizado, fajándole a una reelección o a una posible mordida al erario, hablando del futuro, que es una de las cosas que más ha llegado a provocarme desmolleje. Cada vez que un político suelta una monserga sobre lo que hay que joderse para pasarla bien mañana, yo caigo en catalepsia, y el gran simpático —el mío, no el político— se me convierte en un saltador de garrocha. Sin escalera, pero con la mano en la brocha.

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