www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 2/3
 
Carta a Plutarco Tuero
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Las promesas de futuros luminosos me hacen reír. Me recuerdan aquella frase del tema En el Paraná, de Los Compadres, que dice: "Bendigo a Dios, que ya tengo/ dos camisas que cambiarme./ Una que he visto en la tienda/ y otra que han quedao de darme". Es la esperanza del ramplón. Lo futurible como liebre que vuela delante del galgo. La zanahoria entrevista en el horizonte. Y hablando de zanahorias…

La gente empezó a cogerte cariño, y el sonoro nombre de Plutarco Tuero se instaló en el imaginario. Politicastro —no confundir, por favor—, esposo ejemplar de Remigia, alcaldesa pueblerina con aristocráticas ánfulas, aunque luego fuera resbaloso en traspasando el umbral. Cascarrabias, trapisondista, pendenciero, farraguista, autoritario, meloso cuando hacía falta, y un tigre para colarse por entre los cabellos de la oportunidad, aunque no sé por qué siempre dicen que la pintan calva.

Y en el programa televisivo aparecían otros personajes, claro está, las llamadas "fuerzas vivas", cada cual luchando, pegándole palos a la vida, aguajeando, moviendo el torso en el güigüi del ring. Pero jamás vi otro pobre que Simplicio, con lo cual mi mente infantil comenzó a criar lombrices espantadas por la confusión: si el pasado era malo, ¿por qué todos estaban tan contentos en esa estampa?

Te juro que, poco a poco, sórdidamente —que así escuchaba la música Beethoven— me fue gustando la idea de irme a vivir al pasado, porque, y te repito, mi inacabada sensibilidad de inflante notaba que se parecía mucho a mi presente. El que me estaba tocando era como por entregas, limitadito, racionado y otorgado como con mucha roña, con letras de cambio, y despedía un olor a inoperancia que era una gozancia. Ah, qué pasado tan simpático.

Para mí que no lo era, pero a mi abuelo le gustaba hacer creer que sí, que un poquito, que a pesar de todo se divertía, que había sido una prueba superada, como para no admitir que lo habían asado en púa. Y tras su agridulce evocación flotaba un sustrato de nitrato donde se interpretaba que estaba loco porque le tiraran nuevamente el pasado en la colchoneta, que lo iba a ripiar con jacarandoso guasabeo. Ese factor es muy importante en el mecanismo de relojería del ser humano.

Por supuesto que tu época era demasiado provinciana para mi gusto, con mucho almidón en la leva, y había que agilizarla, aceitarle los mecanismos, los goznes que garantizaran la goznadera popular, populachera, masabóbica, tropelálgica, masívica, pero no tanto. Lo que llegó fue como un lavado en seco, donde se cambió el incienso por las banderitas, y eso que el otro Plutarco, el nada Tuero, más antiguo, había dicho para los siglos venideros: "Un pueblo que quiere ser feliz no ha menester las conquistas", que tal vez se refería a la bárbara y romana costumbre de meterse en casa ajena a dictar normas de conducta, haciendo apechugar a los más primitivos con primitivas costumbres más modernas. Las conquistas se enquistan. Y muchas veces se infectan.

Ese mismo Plutarco había lanzado también otro slogan para el hit parade filosófico, que reza: "No necesito amigos que cambien cuando yo cambio y asientan cuando yo asiento. Mi sombra lo hace mucho mejor", y un mandamás, con avaricia, con profunda sed tribunicia, con trauma de micrófono, con desajustes bocinales, no aceptaría nunca esa máxima ni siquiera de forma mínima, si lo que le gusta precisamente es al asentimiento de los asentados, y ponerles encima su sombra, como la gran sombra de la duda sombría, porque antes de él —que es el pasado— todo iba de mal en peor y aquí llegué yo para detener la inmundicia. He ahí la fibra de la que están hechos alcaldes y magistrados: un fibroma.

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