www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 2/4
 
Carta al Tocororo (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

De manera que yo tenía razón: no entiendo en absoluto al doctor Almorrana aunque le operen de su apellido. Como no entendí de igual modo que la antes mencionada fuese una creación del siglo XIX adelantado —o XVIII tardío, ya saben—. Tiene demasiados elementos de actualidad. O la actualidad retrocede, o el buenazo y frutal de Zequeira tenía vista larga, motivada por la vitamina C de sus alabanzas pulposas.

Hace un tiempo que mi amigo y detective Enrisco, tras ardua investigación, develó que el nombre inicial, el patronímico que sufrió, cuando era pequeño, nuestro Tocororo Macho —no me atrevo a decir cuando niño, porque tengo mis dudas de que alguna vez haya sido inocente, de algo— era precisamente Hipólito, que si mal no recuerdo es una variante adriática de Heliodoro, nombre griego y campestre.

Y nuestro Heliodoro, ¿qué ha hecho durante toda su vida —dejando a un lado vaticinios erráticos, traiciones continuas, apariciones y desapariciones— si no precisamente lo que dice el poema, contar? ¿No ha hecho nuestro Helio, de sus ensoñaciones y de la historia misma, un cuento? Pues helio ahí. No hay incertidumbres.

Ya en el segundo verso, donde se narra que Heliodoro nació de una liendra, me abstengo. No me gustan los chanchullos familiares. Uno, en siendo bien nacido, puede salir del útero que le venga en ganas. Por eso paso al tercer y cuarto versos, enigmáticos en sí mismos —no olvidar al profesor Almorrana y su teoría de la representatividad—, que ya se meten de lleno en lo hereditario.

Por todos es conocida la afición de Tocororo Macho, alias Heliodoro, a esos experimentos, cruces, inserciones, transmutes genéticos. Bandadas de Holsteines fueron, durante años, cruzadas con F-1, hasta que se dio el milagro de desaparecer la leche, y la que quedó, era en polvillo como para repellar muros de unidades militares. Se cuenta, incluso, que intentó cruzar un ternero asturiano con un MIG 25, pero jamás levantó vuelo por un problema en el tren de aterrizaje.

En esos versos citados (de un mosquito nació un toro), se vislumbra y dibuja, el sueño cimero del laborioso genetista nacional. No hubieran sucedido tantos dengues, ni crueles pandemias, si hubiese logrado convertir a los aguedes egipcios en toretes bravos, cebúes cebados, vaquitas pijiriguas, que se alimentaran, al unísono, de hemoglobina y hierba de guinea. Pasarían, volando rasantes, de la maloja al chupa chupa, de la pangola a la roncha, con grácil facilidad.

Y, por qué sorprendernos con el verso siguiente, si la proeza la publicaría precisamente un loro. ¿Qué loro, perico, cotorro o guacamayo, en primicia uniforme y plenitud absoluta, publicita todo lo que se le ocurre al Toco, y que Él supone debe saber la población? Más claro, ni el jagua. Sin embargo, el verso final fue el verdadero causante de mi perplejidad. Que un tomeguín lleve un camello en el pico, significa, hasta en los tarots más mediocres, que el transporte se va a poner peor —¿en el pico del aura?— y que, casualmente, la culpa será de algún pinareño. ¿De dónde es, si no, el bichito verde de rubia pechuga?

Zequeira dejó pasar la oportunidad de pasar a la historia contigo posado en su hombro. Con haber escrito tocororo en lugar de loro, se llevaba la pluma, y de patriota de primera no lo bajaba nadie. Le habría dado alante a los que hicieron el logotipo. Y como alabardero o alabancio del pájaro nacional tuviera estatua propia, junto a héroes y mártires como Ubre Blanca, el argentino de las ráfagas y el vietcong de la fábrica de zapatos plásticos.

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