www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 2/2
 
Carta a María la China (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Esto de la cubanidad que te digo —trauma conocido científicamente como "cubanidá o cubanía"—, y que veo como la espingarda dorsal de tu aguanile bongó, que así se le dice al desorbite cubano-mental, lo afirmo porque siempre te me pareciste muchísimo a la patria. Nada más escuchar a los zoquetes mencionar el término, y yo verte, "con la bata arremangá sonando sus chancleticas", era la misma cosa.

Tenía, además, otra apoyatura musical, en la voz del inquieto anacobero Daniel Santos, quien cantaba una rara guaracha con el Conjunto Gloria Matancera, que dice: "Aunque el grillo brinque y salte, no creas que es maromero", que lo mismo te hace pensar en un paluchero patriotista, que en el estado de la economía según la prensa nacional.

Era automático: patria=María la China, reforzado por otras dos vigas musicales que son: La china en la rumba, de Matamoros, y Rosa la china, del profundísimo Lecuona, par de filósofos imprescindibles. De ñapa, tu imagen virginal, en movimiento, como kinescopio masticado por las fauces del tiempo —qué lindo me ha quedado esto, ya se me despertó el poeta— como en velado añil. El añil es azul, y azul es el líquido elemento, la sopa grande donde las toninas retozan, "la maldita circunstancia del agua por todas partes", al decir de otro filoso de la cuadrilla, banderillero de primera.

¿Y de qué color es esa agüita que no nos deja llegarnos a pie hasta Hialeah, o a una bodeguita del Viejo San Juan, a ver? Pues, precisamente azul, mi china, azulejo por los cuartos acostados. Ese azur, garzo, zarco, por si hay algún cayuco no evaluado en la concurrencia, es el mar, o la mar. La mardita mar, que en francés se dice mer y suena a caca.

Y como dicen que "en la mar, la vida es más sabrosa" —no confundir con esa otra pieza ontológica que dice "Mira, la olla marina, mira la junta que dan", que es una descomposicón de Oratio Casto—, yo veo ahí, como representación de nuestra sufrida, machacada, bamboleada, martillada, hozada, amarxistada, espoleada, desconflautada, descangayada —para ponerle argentino que ayudó al descangaye—, trajinada y divertidísima patria, a esa bandera que nos trajo uno desde la parte de arriba, narcisista él, que fue la que se trepó en el asta, y no la otra cuadriculada, que Cambula le dio a Carlitos Manuel. Una bandera muy bien diseñada, donde te veo en todo tu esplendor. Mira si no su descripción:

Una raya azul, que es el océano. Otra blanca que es el susto que nos da. Otra azul, que puede ser el mar de las vacaciones. Otra blanca, que así nos quedamos de pálidos cuando vemos que no nos toca porque hay extranjeros, en fin, "o sea, no". Y al final, otra tercera azul, que nos alienta a remar para ver si de verdad "en el mar la vida es más sabrosa". Claro que nuestra enseña nos enseña su triangulito rojo, por aquello de nuestra tendencia natural al sufrimiento y la reyerta, al crimen pasional y al despetronque libertario, que al final, o por debajo, no son más que envidias o manipulaciones. Y esa estrella tan pálida, que la pobre, no ha llegado jamás a ser lucero, ni siquiera del carnaval. ÀCoges el prototipo? ¿Avizoras mi tórax que expectora? ¿Me captas las señas? ÀOyes mi violín?

Esa es la parte visual de mi hipófisis. La otra es más sabrosa, más pingüe —ojo con el pingüé que luego te dejan tinmarín—, más humeante, más nutritiva: eras en realidad una vedette no evaluada, la última y más completa representante de aquel bufo que dejó de bufear, para nadar o ahogarse. La única artista popular, versátil, versallesca, incansable, que llevabas tu extenso repertorio plastificado en la jaba, y lo mostrabas a tu público gratuitamente, como un servicio social que ejercías casi como misión divina o grandiosa burlita a la seriedad con que nos tomábamos el disparate que estábamos construyendo con materiales en desuso.

Y siempre, siempre, siempre, con el saleroso regalo de tu número estrella, creación propia, con el aporte remoto de Michel Legrand —que convertías realmente en legradante— cuando escarranchabas las largas y flacas piernas —pistilos arrancados a una flor, hilachas de un tejido muy macerado ya—, abriéndolas y cerrándolas, chocando rodillas y choquezuelas, inclinando el vientre al separar los muslos en gesto livianamente procaz, entre bailarina de cancán y buscona de puerto, cantabas, alzando un brazo huesudo: "abre el paraguas, que va a llover", con lo que el fenómeno meteorológico cobraba un sentido diferente, doblez en su populachera picardía. Eras El Guayabero en versión menstruante.

Ahora veo que me he extendido, y que no puedo morirme con ella adentro, como aconsejabas sabiamente. Necesito otro encuentro en Encuentro, así que repito y pongo canelones. Ahí hablaremos más tranquilos de tu filosofía insular, y veremos otros modos de la demencia, chifladuras mayores. Porque, para mí, no había enajenaciones en ti. Loca estarías si te llegas a disfrazar de miliciana.

Esperando la carroza o la 37,

Ramón

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