www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 2/3
 
Carta a Jean Paul Sartre (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Además de conocer al dedillo vida y milagros de Fantomas, Reemberto imitaba a la perfección el deje de Charles Aznavour cuando cantaba en español muy acatarrado, si bien su expresión se hacía menos armenia y sutilmente fañosa. Fue cuando comenzó a ver películas de la Nueva Ola y se dejó una melena a lo Françoise Sagan de la que las autoridades no tenían idéntica opinión. Pero él era profundamente coherente en sus convicciones y su acné, y se adentró en el existencialismo y en la admiración por todo lo satreano.

El Ríspido me contaba detalles de su visita a la Isla, y para fundamentarlo, me explicó que había dejado usted una hondísima huella en el sentir nacional. "Míralo todo, cherí (ese cherí se lo soltaba a todo el mundo, fuera ternera o mandinga), mira a tu alrededor: todo de Sartre, de Sartre completo". No tenía réplica.

Por su culpa —la de Reemberto, aunque también la suya— me hice existencialista aquella tarde remota del 23 de mayo de 1975, en que me dejó de hielo cuando leyéndome esta frase: "El universo sigue siendo negro. Somos animales siniestros". Qué rotundo. Qué sólido. Qué manera de describir los carnavales de Santiago. Me quedé lelo y perdí el lilo. Mi amigo se dio cuenta y arreció su ofensiva sartreana, asartreándome con otra afirmación: "En La náusea, Jean Paul quiso mostrar la vida en sus más lúgubres colores, cherí, y su insípida obscenidad. Hace decir al personaje principal que hasta la misma idea de la vida le causa el deseo dulcemente insidioso de enfermarse". Creo que en ese momento pude entender cuánto había influido usted sobre el Existencialista Mayor. Con esa manera de pensar inventó el Médico de la Familia.

Fue por esos días en que El Ríspido decidió hacerse existencialista a tiempo completo. Comenzó a imitar la vestimenta de los jóvenes franceses que veía en las películas, y, a falta de un elegante bistró parisino, frecuentaba La Pelota, de 23 y 12. Era normal encontrarlo allí, tras el manoseado ejemplar de El ser y la nada, con su oscuro jersey de cuello de tortuga, que en agosto de ese año había ya debilitado tanto su cuello con sudores, que la cabeza se le ladeaba extrañamente. Usar un suéter de lana de cuello alto, y rematarlo con una bufanda, no es precisamente la indumentaria adecuada para disfrutar de los mediodías habaneros. Ese detalle influyó mucho en los médicos que le atendieron al año siguiente en las instalaciones de Rancho Boyeros.

Dejé de verlo unos cuantos años. Lo encontré de nuevo en los noventa. Tenía profundas entradas y alguna que otra salida. Me habló consternado de su muerte el 15 de abril de 1980, y hasta se refería a usted con un nuevo y cariñoso apelativo: El Sartrecillo Valiente, que cambiaba a veces por caliente. Afirmaba que las mujeres y la filosofía le destrozaron la vida, y me contó cómo, en sus últimos años, lo que los franceses y usted mismo llamaban "sus amores contingentes" —no confundir con otros Contingentes faltos de amor— le pasaban de contrabando botellas de whisky. Era su nueva estrategia para vencer al imperialismo, agotándole uno de sus productos más representativos. Una cirrosis puede ser una medalla o una herida de guerra.

Ya a esa altura, mi amigo era un experto en existencialismo, aunque había dejado de aplicarlo a la política cubana. Tenía obsesión con que la Isla se despoblaba con el blablablá y la blaba, y corría peligro de irse al garete de medio lado. Afirmaba que por eso, el gobierno hacía tantos esfuerzos con el turismo, que era la única manera de tener personas haciendo contrapeso. Me soltó una frase al respecto que dice mucho de su afilada inteligencia: "Con la gente que queda aquí no se llena El Vaticano, man (sus influencias habían cambiado un poco), pero así se haría más 'papable' el descontento y la angustia. Esto no es un sueño, sino un Surno Pontífice".

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