www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 3/3
 
Carta a Jean Paul Sartre (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Había profundizado en la filosofía y estudiado más corrientes, haciendo más énfasis en la Corriente del Golfo. Construía una balsa que le permitiera llegar a París, la ciudad de sus amores. Le sentí preparado para ejercer como existencialista profesional sin convertirse por ello en un "progre" moderno, esa especie que viaja al tercer mundo a ver lo mal que allí la pasan. El Ríspido había perdido un poco su acento afrancesado por culpa de los electroshocks. Se los dejaron de suministrar por culpa de la crisis energética. Pero al menor descuido metía los dedos en un toma corriente y suspiraba. Se había vuelto un adepto. O un adicto, que es casi lo mismo.

Aún no hablaba francés, pero su parecido con Aznavour se había acentuado, y era capaz de conversar, con mucha soltura, de gastronomía francesa existencialista: alababa el sushi, el shabu-shabu, el sukiyaki y el tataki. La sopa de miso le daba un brillo felino a su mirada. Era un experto en el tema. Todo sin salir de Marianao.

Su mente había avanzado velozmente. Ya no le complacían aquellos debates sobre quién tenía más potencia de voz, Vicente Feliú o Luis Eduardo Aute, y se había centrado estrictamente en la duda. La duda en sí, la Duda Mayúscula. Estaba valorando seriamente otras dos posibilidades futuras de vida: irse al Tibet a practicar el budismo o a Baracoa a hacer nudismo. Así mismo, sopesaba cambiarse de sexo para hacerse lesbiana, o simplemente inscribirse en la Federación de Mujeres Cubanas, tal como era, con caspa, bigote y pelos bajo el brazo.

Seguía profesándole, tras se desaparición, una admiración profunda, pero ya era todo un pajizo, es decir, tenía bien separados el grano de la paja de esas dos mitades del biscocho que fue usted, y hasta me sorprendió con una frase que supe no era suya: "Sartre podría ser un Kafka francés si su pensamiento no fuera enteramente extraño a los problemas morales". Dije hum, y le imaginé junto a Simone, convertido en coleóptero, paseando por La Habana que era una kafka absoluta. Seguro aquella vez no vio actuar a Los Moralitos, excéntricos musicales. Le comenté que me seguía oliendo a fufú muy fú su encantamiento con Existencio el Caudillo, a quien ya a esa altura Reemberto llamaba Ignominio Acosta.

"Mira, apache, ese es el buñuelo que se tragan todos los europeos que se dicen zurdos, la gauche. En Pigalle uno piensa distinto. Es más, en Saint Germain se les ocurren unas cosas tremendas con respecto a nosotros, pero cuando se atoran con el puré San Germán, con este calor, pierden el pelo", me dijo manoteando como si acabara de entrar por la Rue de L'Huchette. "Nos bananizan", fue su sentencia. Pero ahí mismo elaboró su definición mejor, casi con un ah que tú escapes: "Le rió la gracia a Ignominio hasta que despegó el avión. O el pernod le hizo luego cambiar el enfoque, y El Califa lo hizo agente de la CIA. Pero ni él ni ninguno de su calaña son capaces de llevarse al tipo para París. No lo quieren allí ni como taxista".

Y cerró con una lápida más pesada que la que le pusieron a usted en Montparnasse: "Los franceses son muy suyos, muy eso mismo, muy afrancesados, y admiran la aventura y a ciertos líderes, como al comandante Cousteau". Se quedó entonces más bajito que Aznavour en el Olimpia, cuando terminó de partir el bate con esta sentencia: "Pero nunca sabrán lo que nos cousteau el Comandante".

Con el ser que sí nada,

Ramón

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