www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
Parte 2/3
 
Carta al ciclón Flora
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Lo peor de la chiva es que nunca más escribió, o no la dejaron. Tal vez sus cartas no eran entregadas. O vaya usted a saber qué hierba comía, que lo olvidó. Una chiva refugiada pasa trabajo con los sellos. Más de uno de los que se guarecían en mi casa envidiaban la suerte de la chiva: es muy emocionante volar. Para ocultar esos sentimientos, paliar el miedo, disimular la envidia y no aullar tan seguido, a aquella masa humana le dio por cantar canciones reconfortantes, como esa, tan hermosa, del Trío Matamoros, que cuenta una experiencia similar y tiene un estribillo pegajoso y cardiovascular que dice: "Cada vez que me acuerdo del ciclón/ se me enferma el co-ra-zón", que es, efectivamente, un zon cubano muy sabrozón.

Es curioso cómo un ciclón ciclópeo puede confundir tanto la mente de un niño antes de que lo hagan pionero confundiéndolo más. Con aquel repertorio matamorino, supe de pronto que tu inmensa fuerza se había ensañado con los habitantes de la costa y que, por tanto, no había dejado allí a ningún moro. Y ya sabiendo que no había moros en la costa me dio por enlazar aquella hecatombe con lo de Matamoros, conociendo de paso al Trío, y todo eso fue sedimentando el concepto electrónico de lo que sería un tres en uno.

Porque aquellos refugiados que nos acompañaban, para mantener calientes sus branquias, cantaron todo el repertorio de los Matamoros, haciendo hincapié en los temas que aludían a desgracias similares. Así me aprendí de memoria ese estribillo que dice: "Mi ropa, mi ropa,/ ¿por qué no me das mi ropa?", y como trayendo tu condición femenina a colación, remataban con: "demonio de esa mujer/ cómo me moja la ropa". Con la misma húmeda alegría, doblaban por quinta vez —tú solamente doblaste una, como si se te hubieran quedado las llaves en la Isla— con lo de El trío y el ciclón, y yo me estremecía escuchándolos, porque "reinaba allí la lluvia, la centella", mientras "espiritistas inciertos" intentaban adivinar el destino de sus pollos y cerdos, y todos terminaban acordándose de la chiva tránsfuga.

Como al cuarto día de encierro, cuando parecía que te alejabas, dejándonos "el imperio macabro de la muerte/ sobre el pueblo entero destruido" que cantaban en la penumbra aquellos náufragos indomables, un anciano se atrevió a desafiar a los elementos. Pienso que intentaba correr la misma suerte que la chiva, y el viento que anunciaba tu recurva lo levantó sobre el cielo, pero tuvo peor suerte. Cayó en Güira de Macurijes, donde pasó, a pesar de su edad, el Servicio Militar Obligatorio, lo censaron años más tarde, y no pudo siquiera llegar a La Habana para inscribirse en el bombo. Mi tristeza, por suerte, se vio calmada por la extraña y tercermundista filosofía con que cerraba el coro su cantaleta en ese momento, y que decía: "los muertos van a la gloria/ y los vivos a bailar el son", así que el buen viejo estaría echando su pasito nacional, a pesar de la mala puntería de tus ráfagas.

Lo peor fue que, entre cántico y cantaíto, la masa comenzó a recordar huracanes, a ver cuál o cuáles habían sido los más máximos, los más peores, y las más mayores descalabraciones atmosféricas, aunque nadie mencionó entonces al "Líder de Siempre", que aún estaba muy verde y no había pasado los cursos superiores de dirección de ciclones. Así me enteré que Cuba estaba en la ruta de esas catástrofes naturales, y entendí por qué le decían a la Isla "la llave del golfo": cualquier manga de viento le hacía una llave de judo y la dejaba descalabrada.

Pero era natural, si el despepine lo producía una catástrofe natural. Así que con tanto ciclón del Valvanera, del 26, el de 1915, y el del 33, que tuvo la osadía geográfica de arramblar con Sagua la Grande, Cárdenas y Consolación del Sur, era como para estar acostumbrados a que te diera por hacer un giro casi postal y te zambulleras, al ritornello, en el Golfo de Guacanayabo. Seguíamos siendo indios sin Defensa Civil, y sin orientaciones del Partido, y la gente sacaba alegremente la cabeza a ver si había escampado; entonces venía un techo de zinc y le hacía la gracia de María Antonieta.

Fuiste una ogra abominable. Dejaste tantas víctimas —1.500, en evaluación modesta, porque nadie sabe si la chiva fue acompañada— "sobre la tierra tendida", a 175 mil sin techo, millones de asustados, e inauguraste la sabrosa costumbre de sustituir el chícharo quemado por el café, una bebida cubanísima y reconfortante, bautizada como cafunga. Provocaste traumas mentales diversos, y hasta el plátano Johnson se hizo plátano macho, para que nunca más lo acusaran de nada. Miles dejaron de bañarse, y hubo cuatro personas que estuvieron diez años sin beber agua. Así que, mencionarte en los años que siguieron, le erizaba la piel al pinto de la pablona y lo hacía ir al correo a ver si la chiva había escrito por fin.

Las autoridades, guiadas por "el Líder de Siempre", que ya manejaba barómetros, brújulas —mujérulas de la FMC— y bitácoras, decidieron fundar un Partido que diera orientaciones en caso de desastres o amenazas; y de fenómeno natural te convertiste en enemigo, esa fase superior, que tiene mejor hechura y sólo es armado, instruido y reclutado por los expertos de Langley, que vive en casa de esa otra mujeranga: Virginia.

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