www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
Parte 2/3
 
Carta a Eduardo Abela
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Miami
 

Pero volvamos al babero de su personaje, que era listísimo, y pudo colarle goles al Asno con Garras a troche y moche. Era 1926, y Gerardo Machado tiraba cemento por todos lados, porque la Isla comenzaba a pavimentarse. El cubano empezaba a cansarse de generales y doctores, y aprendía, entre carretera Central y Capitolio, a jugar a la democracia. Y mira que cosa más simpática, la prensa funcionaba con independencia del poder sin estar vendida al enemigo. No sé que pasó luego, pero por ahí pudo el Bobo saltar como el caballo del ajedrez y meter jaques de alfiles punzantes.

O el cubano embobeció más tarde, o aquellas dictaduras eran de muñequitos. Ya sé que el ser humano tiene una glándula secreta donde radica la flor del masoquismo, y goza hablando mal de lo que le quitan para hacerlo sufrir. Eso deriva en enfermedad que no es precisamente bobería ni síndrome de down, sino de bown: se la pasa feliz quejándose mientras rebota contra el terreno o las paredes. Hay síndromes del primer bown, del segundo bown, y hay quien sufre porque salta la cerca al tercer bown sin que el jardinero central logre cazar la bola.

Usted agarró esa enfermedad en estado primario, que era como un leve salpullido, una irritación tenue de epidermis, un rasguño epitelial, y el Bobo se hizo la esencia de algo que hoy se ha perdido: mascarita inteligentemente permisible. Mire si no la figura que hizo con el tres. ¿Qué es sino un bobo con cara de vaina? Es un guanajo perfecto, con ojos de pescao en tarima y una banderita cubana en la mano: la imagen perfecta para tranquilizar a cualquier dictadura. Un ovejón con cagua, un gil con pachanga. Ah, pero ahí venía el cianuro de potasio, en el complemento que hizo al Bobo, a su Bobo, un arma más peligrosa que una granada con retardo: el globito.

En un tiempo en el que cambiar globos por botellas era casi una carrera universitaria, y donde el globero —que siempre solía llamarse Pepe— era un oficio respetable —mínimo, pero decente—, y donde lo que terminaba mal se calificaba en vox populi como que "explotó como el globo de Cantoya", el globito donde el Bobo —su Bobo— decía cosas en apariencia inofensivas, fue la personalidad y el espíritu del que resiste punzante. El Bobo estaba vivo —que es, para mí, muy superior a "ser un vivo"—, y no vea como jeringa en el paladar de los sátrapas que se la hayan empujado con aceite de oliva.

Hagamos un breve análisis de la orina republicana, que en esta mañana lluviosa se me convierte en radiografía nacional. Empecemos pensando en el papel del bobo en la sociedad. No hablo de los fronterizos delirantes, que esos se encuentran a montones como activistas de las organizaciones de masas —las masas atraen a los fronterizos con singular apetito—. No mencionemos a los tarados, a los que poseen una grasosa y reluciente croqueta mental. No ofendamos a esas "gloriosas brigadas de fronterizos", que cuidan el tablero para que no entren ni salgan fichas. Esos ejercen, no lo son.

Pensemos en que los pueblos de Cuba, para ser considerados realmente pueblos decentes, debían tener, entre las fuerzas más o menos vivas, ese ejemplar conocido como "el bobo del pueblo", que era orgullo y motivo para ufanarse de la posesión. Pueblo sin bobo era un sitio aburrido, sin anécdotas que transmitir a los nietos. En algunos lugares ese cargo municipal estuvo ocupado por un burro, un chivo, o el alcalde. No es a ellos a quienes me referiré, sino a esa figura del habla popular.

¿Qué usaba la mujer en su gran noche, cuando acudía al sagrado tálamo para ejercer el primigenio acto de la procreación en el elevado sacrificio del himen? Para decirlo en otras palabras: ¿Qué prenda cedida por el diablo permitía la iglesia que usara la fémina para tentar al macho a cepillar, en esa semana de abdominales que la sociedad permite y aplaude con regocijo íntimo y picaresco? En algunos lugares donde sus habitantes padecen de desviaciones ideológicas la prenda fue conociéndose con el afrancesado apodo de deshabillé. En otros, más profanos y puritanos, se denominaba "salto de cama", como si fuera uniforme de gimnasta.

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