www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 2/2
 
Retrato del ministro adolescente
Abel Prieto, el que más sabe en Cuba sobre libros malos (por experiencia propia).
por ENRISCO, Nueva Jersey
 

Empeñados en reunirse treinta años después, pierden la oportunidad de hacer un balance de sus vidas porque quedan paralizados ante la presencia de la hija fea de uno de los amigos, que tuvo la mala idea de casarse con una rusa (alegoría nada oscura de lo que antes era la "amistad indestructible" con la Unión Soviética y hoy oficialmente se ha reciclado como "alianza táctica").

En esas cuatro décadas, que van desde los años sesenta a los noventa, el ministro logra la curiosa hazaña de mencionar una sola vez la palabra "revolución", con lo que se pudiera pensar que la historia pudo transcurrir en Suiza o en la Antártida. Sin embargo, la ausencia de frío (y de queso) nos devuelve a la realidad tropical. No se menciona la revolución porque en realidad el protagonista, Marco Aurelio, la lleva por dentro. Como su homónimo, el emperador romano, es un estoico. O sea, pocos placeres y mucho aguante, y eso lo convierte en reserva espiritual de la nación o en cederista modelo. Pero, como en el mundo creado por el ministro para mi consumo casi exclusivo, tampoco existen los Comités de Defensa de la Revolución, la cosa va por otro lado.

'No matarás al prójimo ni lo tirarás en una cuneta'

El clímax de la novela (sugiero que se tome la palabra "clímax" con cuidado, pues se trata de una novela con la misma intensidad dramática que la fotosíntesis de un cactus) sobreviene cuando Marco Aurelio, quien se acaba de divorciar de su mujer, recala en casa de Freddy Mamoncillo, un socio del pre devenido uno de esos nuevos ricos autorizados, asociados a alguna corporación con capital extranjero. Fiestas van y vienen, el whisky corre a raudales, pero Marco Aurelio, estoico, apenas bebe ron aguado, inequívoco símbolo de profunda raigambre nacional, sobre todo por lo de aguado. Bueno, también se acuesta con la mujer de su socio cuando este se va de viaje.

El espejo de virtudes, paladín de la ética, mantiene —sin el más leve asomo de remordimiento— un intenso intercambio de fluidos con la mujer del amigo que le ha dado alojamiento cuando no tenía a donde ir. No es que yo vea mal compartir la mujer de un amigo —¿para qué están los amigos si no es para compartir?—, ni que vaya a invocar uno de los diez mandamientos ("no desearás a la mujer del prójimo").

En una nueva sociedad, con una nueva ética, sobra ese mandamiento y el otro que dice: "no matarás al prójimo, ni lo tirarás en una cuneta" ("y si no lo haces, hay que agradecértelo"). De hecho, el único mandamiento al que se atiene el protagonista es "no desearás el whisky del prójimo".

El problema es que después de que el ministro nos machaque durante más de 200 páginas con la pureza del personaje, este parece tener menos consistencia dramática que una ameba, por lo demás esquizofrénica. Cuando el amigo Mamoncillo regresa del viaje, lo menos que le pasa por la cabeza al bebedor de ron aguado es confesar lo que hizo, escaparse con la mujer o sencillamente marcharse solo. Nada de eso. Marco Aurelio se mantiene clavado en la casa del amigo como usufructuario (sexualmente) oneroso. Una cosa es ser espiritual y la otra dedicarse a la tarea de buscar techo en La Habana.

En lo adelante, cada vez que se le presente un viaje a Mamoncillo, Marco Aurelio se revolcará con la mujer de este sin mayores conflictos espirituales que el que nos causa decirle a la suegra que luce tan joven como siempre. Y si en lugar de una foto que pidió de la columna de su tocayo en Roma, Mamoncillo le trae una simple postal, Marco Aurelio se sentirá con derecho a disgustarse ante la falta de sensibilidad del socio.

La conclusión está clara: uno puede hacer lo que le venga en ganas si luego se purifica el alma con ron aguado, mientras los que toman whisky lo menos que merecen es que les peguen los tarros. Es algo muy consolador para el cubano de a pie ver que uno de los suyos tarrea a diestra y siniestra a uno de esos que parece irle tan bien en la vida.

No digo que la novela sea absolutamente abominable. Al menos no para todos. Habrá a quien le guste, siempre que cumpla con una condición: no habérsela leído. Lo que quiero decir aquí es que escribir novelas mortalmente ridículas y aburridas no es un delito. Si acaso, una mala costumbre. Así que si el ministro no se opuso a publicar su novela, debiera por esa misma razón dejar que se publiquen libros que él insiste en considerar malos (algo que no le discutiré porque es evidente que de libros malos sabe muchísimo).

Ministro: no sea tan exquisito. Deje que la gente decida lo que quiere leer y lo que no, incluso si se trata de historias tan irreales que sugieran que el gobierno del que usted forma parte no es bueno ni para dirigir un puesto de viandas. O sobre todo para eso. No tenga miedo a la libre competencia. Estoy seguro que por mucho tiempo su firma en los permisos de salida seguirá siendo un bestseller.

1. Inicio
2. Empeñados...
   
 
EnviarImprimir
 
 
En Esta Sección
Carta a la perrita Laika
RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Miami
Carta a Enrique Fontanills
RFL, Miami
Carta a Consuelito Vidal (II)
Carta a Consuelito Vidal (I)
Carta a Eduardo Abela
Carta a Daniel Santos (II)
Editoriales
Sociedad
Cultura
Internacional
Deporte
Opinión
Desde
Entrevista
Buscador
Cartas
Convocatorias
Humor
Enlaces
Prensa
Documentos De Consulta
Ediciones
 
Nosotros Contacto Derechos Subir