www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 2/2
 
El Comandante en su laberinto: El régimen cubano y la izquierda internacional
por JOSé ANíBAL CAMPOS, Madrid
 

Claro que los intelectuales firmantes de ese "llamado" promovido desde La Habana no suscribieron explícitamente los fusilamientos ni las excesivas condenas a los disidentes. Tampoco era necesario que lo hicieran: el Gobierno cubano se ha encargado desde entonces de que parezcan cómplices de esos crímenes (está por ver ahora cuántos de ellos tendrán que cargar con el estigma de "traidores" cuando, como Saramago, sientan en un futuro el deber de disentir de ese discurso del bien usurpado por el régimen).

Lo que han demostrado esas cartas divulgadas desde la Isla es que a la izquierda le queda todavía un largo trecho por recorrer cuando se trata de repensar sus posiciones hacia el tema de Cuba. Para buena parte de ella, tópicos como la oposición al hegemonismo norteamericano, la defensa de la paz o la justicia social siguen siendo sinónimo de pro-castrismo.

Fidel Castro maneja como nadie los tópicos de esa izquierda que en el fondo desprecia. Desde La Habana se oye a menudo hablar de paz, pero el gobernante cubano, durante la Crisis de los Misiles de 1962, aconsejó a los soviéticos dar el primer golpe nuclear ante la posibilidad de que Cuba fuera agredida por tropas norteamericanas; se dice también que "los Estados Unidos (o ahora Europa) no tienen autoridad moral para dar lecciones a Cuba" (lo cual es cierto si se piensa en las muchas dictaduras que han contado con el apoyo irrestricto de Washington cuando ese Gobierno lo ha considerado compatible con sus intereses). Por otro lado, sin embargo, no han sido pocas las veces en que se ha echado de menos la pretendida "autoridad moral" de Cuba en casos de invasiones, represión o genocidio de sus aliados: recuérdese, sino, su apoyo a la entrada de los tanques en Praga en 1968 (hecho que para muchos marca el fin del espíritu de la Revolución iniciada en 1959), su silencio casi cómplice ante la masacre de la Plaza Tiananmen en 1989 o, más recientemente, ante los horrendos crímenes de Sadam Hussein y su tristemente célebre Guardia Republicana. Ahora Castro, haciendo gala una vez más de su habitual retórica demagógica, habla de "neofascismo" para referirse a los apetitos hegemónicos de la nueva administración estadounidense. En cierto sentido, no deja de tener razón. Sólo que, como ha dicho Enzensberger, resulta difícil creer a una Casandra cuyos malos agüeros sólo sirven para preservar el propio negocio. Más que llamar por su nombre a una peligrosa tendencia, lo que Castro pretende con esta nueva y no del todo fallida acrobacia verbal es desviar la atención del mundo de esa otra cara del fascismo que él mismo encarna: la del control absoluto y la homogeneización de la sociedad, la de la represión interna y el acoso de todo el que piense u opine diferente.

Los recientes sucesos han puesto de manifiesto hasta qué punto son tácitos aliados el Gobierno de La Habana y el ala más radical del exilio miamense y sus representantes en los círculos de poder de los Estados Unidos. No es casual que la mayoría de los disidentes ahora encarcelados en Cuba abogue por un levantamiento del embargo, algo a lo que se han opuesto obstinadamente esos sectores ultraderechistas al otro lado del estrecho de la Florida. Tampoco es casual que una vez más el régimen de La Habana haya decidido aplicar medidas drásticas cuando en el país norteño avanzan las gestiones de quienes, desde allí, abogan por una normalización de las relaciones entre ambos países. Ya lo hizo antes, en 1996, cuando Bill Clinton estuvo a punto de vetar en el Congreso la Ley Helms-Burton (que recrudecía los efectos del embargo) y Fidel Castro ordenó derribar en aguas internacionales dos avionetas de una organización del exilio.

Una cosa parece cierta: tras cuatro décadas de combatir al mismo enemigo, de escudriñar su rostro, La Habana ha terminado por parecerse a la imagen que de él divulga. De tanto repetir el fantasma de una invasión a la Isla —invasión que por el momento resulta improbable— el Gobierno cubano parece más bien querer invocarla. No menos desearían ciertos sectores extremistas de Miami.

En un artículo publicado recientemente, Jürgen Habermas, al referirse a las imágenes de la estatua de Sadam Hussein cayendo de su pedestal como resultado de una guerra iniciada contra todos los principios del derecho internacional, se preguntaba si acaso la ambivalencia de los sentimientos tiene que conducir necesariamente a juicios contradictorios. Castro y Bush —como Sadam y Bush— son hasta cierto punto las dos caras de una misma moneda. Ambos tienen apetitos hegemónicos: uno los instrumenta a escala global, mientras el otro, por fatalidad geográfica, no tiene más remedio que hacérselos sentir a su propio pueblo; ambos se sirven de una retórica mesiánica y se ven a sí mismos como los cruzados de una idea que es preciso defender a cualquier precio; los dos ven el mundo a partir de un esquema maniqueo en que "buenos" y "malos" son figuras intercambiables que obedecen a cálculos de conveniencia e intereses.

Lo único que queda de la llamada "Revolución cubana" es la figura maltrecha de su líder, y ésta se está hundiendo por su propio peso, atrapada en la madeja de sus propios errores y excesos. Carlos Fuentes es quizás el caso más célebre (aunque no el único) que ha visto con claridad el verdadero peligro que se cierne sobre la isla caribeña. En entrevista concedida al diario colombiano El Tiempo, el novelista mexicano se preguntaba si Fidel Castro no estará buscando "un final numantino" para Cuba, una Isla "en llamas, y él en el centro de la llamarada haciéndole frente a los norteamericanos". La retórica temeraria de los últimos discursos del Comandante, augurando a los norteamericanos una "guerra de cien años" si se atreven invadir la Isla y afirmando una vez más su disposición a inmolar a todo un pueblo antes que ceder un ápice de su poder absoluto, convierte la apreciación de Fuentes, en el contexto internacional actual, en una variante más que plausible. Un final apocalíptico no es ajeno a la mentalidad de quien se cree elegido para cumplir una misión sagrada en la tierra y ahora se ve acorralado en el laberinto de sus propios errores.

Oponerse con firmeza a cualquier invasión o recrudecimiento del bloqueo norteamericano contra Cuba, al tiempo que se condena la agresividad de Fidel Castro contra una disidencia pacífica dentro de la Isla y su sistemática violación de los derechos civiles de todos los cubanos, lejos de constituir una contradicción, parece ser la única actitud consecuente de quienes, desde la izquierda, se interesan sinceramente en un futuro de paz y democracia para Cuba.

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