www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
   
 
Olor a pólvora
A la sombra de la guerra en Afganistán: Un mundo por labrar en pos de los más desamparados y un sector de kabulíes que progresa.
por MIGUEL CABRERA PEñA, Santiago de Chile
 

A Afganistán se le considera el segundo país más pobre del mundo. Todavía su esperanza de vida es de 45 años. Todavía porciones de su capital, Kabul, no cuentan con electricidad. Todavía suple el 70 por ciento de la demanda mundial de opio, que generó mil millones de dólares el año pasado. Todavía muyajidines de otrora, talibanes de trasnoche y clanes enemigos se disputan feudos, kalavnikov en mano, allá en el sur del territorio.

Afganistan
Dos mujeres afganas siguen a su esposo (John Fries, JOCUM, septiembre de 2001).

La invasión de Irak por Estados Unidos, la resistencia, los muertos de un lado y otro, la pirotecnia en general del escenario, acalló, puso en sombras la situación de Afganistán, donde 25 millones de seres humanos tratan de cosechar las dignidades de la vida en una tierra que huele a pólvora.

Más de dos décadas de guerra continua dejarían su cuño macabro. Curiosamente, y al contrario de otros lugares, la población afgana suele agradecer la presencia norteamericana (20.000 efectivos cuya misión es desvertebrar a Al Qaeda) y la OTAN (6.500), que trajeron un poco de la paz añorada, luego de los bombardeos en busca del escurridizo Bin Laden.

De paz, como hemos dicho, sólo hay un poco. En menos de un año, 700 personas —y 30 trabajadores humanitarios— han sido asesinados, a manos de delincuentes unos y de talibanes otros.

El contexto acrece su peligrosidad a medida que se acercan las primeras elecciones presidenciales en la historia nacional, pactadas para el 9 de octubre próximo, y a las que la Unión Europea contribuirá con 80 millones de euros. Habrá necesidad de añadir 10.000 efectivos, una bicoca. La OTAN garantizó el envío de 2.000.

Si en la estructuración política de Afganistán se han dado pasos de trascendencia, existen áreas donde la reactivación ofrece igualmente sus señales, en un país que ha vivido de las donaciones internacionales. En la misma Kabul, teatro de lucha entre facciones que destruyeron el 80 por ciento de sus edificios y mataron a 50.000 kabulíes, ya se observa a adolescentes que navegan por Internet. Afganistán, no hay que olvidarlo, es una nación musulmana cuya ala más rancia —la talibán— prohibió hasta jugar ajedrez.

Caminos que se abren

Mientras miles de refugiados de la guerra buscan en Kabul un sitio para dar reposo a sus huesos fatigados, ya sin miedo de que alguien decida cortarle las manos como consecuencia de una muy particular interpretación del Corán, el tráfago citadino bulle —y se atora— en los 350.000 automóviles que diariamente surcan la capital, planeada para 40.000.

Vigente en los medios occidentales, el tema de la mujer mantiene sus filos, contrafilos y vergüenzas. La Constitución del pasado año proclamó la igualdad de derechos, pero como sucede no pocas veces ahí, y en otros lados, es letra muerta.

Verdad que ya no van a la comisaría por caminar sin la burka que les cubre el rostro, pero "el espíritu talibán se adueñó de las mentes de nuestros maridos y perdimos la libertad para siempre", confesaron desoladas varias damas kabulíes a la enviada del diario chileno El Mercurio. La periodista observó también cómo cruzaban las calles, temerosas de ser atropelladas, entre gritos, estridencias de claxon e injurias.

Aunque estudian tres horas como promedio al día, se calcula que el 80 por ciento de las niñas volvió a la escuela, prohibida durante el gobierno talibán (1994-2001). En perspectiva, la alfabetización femenina será un camino largo y escabroso. En zonas rurales sólo el uno por ciento retornó al colegio, en tanto el 78 por ciento de la población de ese sexo no sabe poner su nombre. También es cierto que entre una docena de periódicos nuevos, las mujeres tienen el suyo.

La eficacia en ascenso del trabajo, la ayuda y la inversión extranjeras, que deberían aumentar, el caos racial, la mezcla de lenguas y adoraciones, coadyuvan al singular hervor de la metrópoli, una de cuyas heridas tiene un labio en la mezquita y otro en la postmodernidad.

La restauración ágil de buena parte de los servicios y la imagen del niño que navega por la Red se aduna con los restaurantes metropolitanos, donde ya se saborean chocolates suizos, whiskys de Escocia y hasta célebres vinos franceses. La religión musulmana prohíbe el alcohol, pero este llega sin tardanza a la garganta afgana. Extranjeros colaboran en la transacción.

Aunque resta un mundo por labrar en pos de los más desamparados, se observa un sector de kabulíes que progresa, que cultiva sus jardines, que se codea con europeos de sonrosadas mejillas, que maneja su Mercedes y planea un futuro donde la guerra aparece como una pesadilla sin regreso. Este estrato se transformará en el motor del país que con mucha angustia y olor a pólvora va cuajando.

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