www.cubaencuentro.com Jueves, 20 de marzo de 2003

 
  Parte 1/2
 
Morro en el morral
Donde robar es luchar, resolver, buscarse, donde la delación se hace rutina, donde todo vale, están en juego las bases de la identidad nacional.
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

Los fenicios quemaban vivos a sus niños para ofrendarlos al dios Baal. Los cristianos de hoy luchan contra el aborto. Y a nadie en sus cabales se le ocurriría anteponer la actitud moral de éstos frente a la de aquéllos.
Policias en las playas
Habana del Este. Yumas, jinetera y fianas.
De acuerdo con el diccionario, la moral es "ciencia que enseña las reglas que deben seguirse para hacer el bien y evitar el mal". Pero los hechos indican que las reglas seguidas por los más influyentes hombres y entidades de la historia, desde Alejandro hasta Colón, desde la Iglesia hasta El Pentágono, han propiciado el bien de unos sin evitar el mal de otros. Así, pues, más que ciencia, la moral es morro en el morral. En tanto, los moralistas se encargan de trazar las normas, regulando para las demás personas lo que tal vez sea mejor para ellos. Los hay, incluso, que regulan no a partir de lo que creen sinceramente, sino de lo que les conviene, o lo que quieren hacer creer que creen.

Representativo es el caso de Cuba, donde la moralina está enfilada ahora hacia eso que llaman "los valores patrios". De espaldas a la vieja máxima según la cual lo contrario del mal no es siempre el bien, ya que igual puede ser otro mal, y hasta peor, fue impuesto aquí el nacionalismo patriotero de menuda estofa, llevando la manipulación a extremos de simpleza y oportunismo político sin precedentes: si estás contra el Gobierno, eres traidor a la patria, enemigo del pueblo, agente de la mafia, anexionista... o las cuatro cosas juntas.

Mientras, ocupados en apretar la nariz de la gente para que traguen el purgante sin cogerle el gusto, los moralistas han dejado morir por inanición ciertas facultades y tendencias del espíritu que caracterizaron desde siempre al cubano. Podríamos llamarles nuestras históricas virtudes, o principios morales, pero lo que cuenta no es la cáscara, sino el jugo.

La actitud fraternal, la espontaneidad en el dicho y en el hecho, el rechazo a cualquier forma de injusticia, el respeto a la Ley (si es con mayúscula), el hábito del trabajo, configuran, entre otras cualidades y/o conceptos, una tradición que en la Isla era resumida bajo el rótulo Decencia, palabra mayor de nuestro vocabulario común que ha caído hoy en franco desuso.

Sobre el deterioro de tales atributos se ha escrito y se habla en ocasiones, aunque no lo suficiente ni con la hondura que merece el tema. Mucho menos han sido analizadas sus causas, rigurosamente, no en busca de argumentos propiciatorios para halar la sardina hacia uno u otro lado, sino con las miras en el horizonte, sembrando pistas que permitan retomar el camino cuando por fin alguna vez sean disueltos los negros nubarrones.

Desde luego que sería un enfoque para desarrollar en otros ámbitos, y hasta quizá por otras voces. Intentar abarcarlo en un espacio tan breve resulta, además de pretencioso, inútil. Y no está en plan. Baste de momento con el enunciado y con la certidumbre de que no se trata de un tópico cualquiera, sino de una muy particular señalización de peligro, un aviso en perentoria, porque andan en juego las bases de la identidad nacional. Y algo más.

Si alguien lo duda, sólo tiene que planear un vuelo más o menos lento sobre los últimos desbarajustes ocurridos en La Habana.

Las redadas que se iniciaron, dicen, para combatir el comercio y consumo de drogas, devinieron muy pronto operación de asedio y barrido indiscriminado contra todo lo que los medios oficiales suelen meter en el saco de "negocios ilícitos", "acciones delictivas" o "actitudes antisociales". Hoy, aunque nadie haya escrito una palabra al respecto, se sabe que en todos los barrios habaneros, entre dirigentes del CDR, médicos de la familia, militantes del Partido Comunista y otras personas a las que el Gobierno denomina "líderes de la comunidad", circulan números de teléfonos a los que no solamente ellos, sino cualquier ciudadano, puede llamar sin identificarse para denunciar a un vecino, pariente o conocido, por la simple sospecha de infracción a las leyes del Estado socialista. Da lo mismo que el acusado sea vendedor de duro-fríos, manicura o contrabandista de carga pesada. Cada denuncia provoca un allanamiento de la policía, ante la cual habrá que presentar documentos que acrediten la compra formal, en establecimientos estatales, de todo cuanto hay dentro del hogar, desde una batidora o un ventilador hasta un piano, pues, en caso contrario, tales objetos son expropiados en el acto, por ley (con minúscula).

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