Al decir de Borges, la memoria es "esa moneda que no es nunca la misma". Semejante parlamento nos enfrenta a la evidencia axiomática de que cualquier realidad pretérita es susceptible, en manos del tiempo y del olvido,

Fortaleza de San Carlos de la Cabaña.

de ambigüedades y premeditaciones capaces de subvertirla hasta su esencia más raigal. Nos encontramos entonces en presencia de la fragilidad de la Historia y de su versión más trasegada: la Mentira.

Hay que preguntarse si es viable, bajo la instrumentación de un Estado de poder, la degradación de la memoria y su corolario más dramático, la aniquilación de las estructuras del pasado y su sustitución por un espacio de representación soportado sobre los intereses de una Historia Oficial. Semejante estado de cosas equivaldría a escamotearle a una nación o grupo humano una de sus funciones ontológicas más valiosas: la de la progresiva y fluyente percepción del pasado que garantiza en su conjunto la percepción de su devenir. El crónico vacío de la Historia conduce a la amnesia histórica. La constante tergiversación de la verdad conduce inexorablemente a la demolición del presente. Un pueblo es también el vástago de su propio Tiempo en toda su dimensión antropológica, física, filosófica y existencial.

A lo largo de la Revolución hemos asistido, in situ, a innumerables "metáforas" y refutaciones de lo cierto. Hasta tal punto que casi sería legítimo afirmar que la noción revolucionaria acerca de los procesos históricos otorga a éstos una suerte de virtualidad fragmentaria, presta a ser desmontada y regurgitada simultáneamente en un producto ideológico, a imagen y semejanza de los intereses, siempre perentorios, del Estado. Ahora nos encontramos en presencia de una de las prerrogativas más peligrosas de las dictaduras: la ilegitimación de la memoria como aditamento del poder.

Pero la memoria furtivamente se defiende y erige una precaria cartografía de lo ido, de lo olvidado, de lo muerto. Sus materiales, como los continentes de Wegener, viajan a la deriva por sobre las aguas de un presente de fantasmagorías y espejismos. Existe en el limbo sin nombre del dolor y el miedo de los hombres expoliados. Sobrevive más allá de los silencios institucionales, de las manufacturas oficiales de la posteridad. La memoria de un pueblo. La memoria del ser.

Presidio, paredón

Uno de los capítulos más soterrados de la Revolución Cubana es aquel que se inscribe cronológicamente en los primeros años posteriores a su triunfo. El capítulo de la represión instigada contra aquellos que de una u otra manera reaccionaron abiertamente contra los desmanes iniciales del proceso, cuando aún la personalidad de Fidel Castro no se había perfilado irremediablemente como la del tirano reconocible que es hoy, cuando todavía el pueblo de Cuba y gran parte de la opinión mundial deliraban embargados en el éxtasis mesiánico de una Revolución exultante que prometía una patria para todos, un futuro de promisión.

Alrededor de 1960, Cuba ya era una de las naciones de América con más alta tasa de población carcelaria. Cabe imaginar que no todas las causas eran comunes. Lo cierto es que una sorda ola de encarcelamientos, juicios, condenas y ejecuciones se cernía sobre el país. Estas realidades nacionales eran silenciadas por "el poder del pueblo", que, paradójicamente, cada día encarcelaba, torturaba y fusilaba a muchos de sus hijos. Se desconoce actualmente el número exacto de los hombres que fueron fusilados, condenados a muerte en juicios sumarísimos sin ninguna garantía procesal.