www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
   
 
Los caprichos del señor feudal
por MIGUEL CABRERA PEñA, Santiago de Chile
 

Desde hace 44 años, Fidel Castro confunde las críticas o el desdén político de que suele ser objeto con su dignidad, y ésta, a su vez, la identifica con la dignidad del pueblo cubano. Con un ego hecho estrictamente para la alabanza, son sus compatriotas los que pagan, a la postre, tales críticas. Esto es casi tan viejo y resabido como la revolución misma.

Hugo Chávez y Fidel Castro
Marzo, 2003: Cuba obsequia a Venezuela 10.000 toneladas de azúcar y 5.000 de frijoles negros.

Con los años, esta condición, lejos de amenguar, se acentúa. Su discurso por el aniversario 50 del asalto al cuartel Moncada volvió por sus fueros y ubicó las medidas de la Unión Europea —pálidas, casi simbólicas— como una ofensa contra el pueblo. Plantado sobre su premisa, renunció "por elemental sentido de la dignidad a cualquier ayuda o resto de ayuda humanitaria" de la UE.

Será, pues, el pueblo, quien pague el precio de la dignidad ofendida del gobierno y su "comandante". Difícilmente se encuentre a otro mandatario en el planeta tan celoso de su dignidad, que por ella obliga a sus ciudadanos a más privaciones, que será en definitiva la consecuencia de su ardiente rechazo. Castro parece olvidar, además, algo mucho más decisivo y elemental que sus pruritos. El hecho mismo de tener que recibir ayuda humanitaria en un país donde no existen terremotos, ni se han producido conflictos bélicos devastadores desde hace más de un siglo, constituye una mancha, una humillación en pleno de la dignidad de quienes lo dirigen.

Por otro lado, el "comandante", que se supone debe ser el más fiero guardián de cada centavo que entre en un país empobrecido por sus delirantes estrategias económicas, no sólo puede renunciar a cualquier ayuda internacional cuando cae en "perreta", sino que con frecuencia dilapida, en monumentales regalos, los bienes nacionales.

No hace falta una memoria de elefante para recordar que, gracias a los vaivenes de la política, ha sido capaz de entregar gratuitamente a un gobierno lo que el próximo considerará como intromisión en sus asuntos internos. Es tan atolondrado en su dadivosidad que a los sandinistas les regaló todo un central azucarero, sobre cuyo precio existieron siempre desacuerdos entre La Habana y Managua.

Pero Nicaragua, el Chile de Allende y otros, fueron una bicoca si se les compara con África, y en particular con Angola, más allá de la llamada "cooperación militar" con el gobierno de Luanda y la recia polémica que su análisis genera. En Angola trabajaron decenas de miles de médicos, profesores, profesionales y técnicos de las más diversas ramas. Si el internacionalismo civil en más de un aspecto desborda altruismo, lo difícil es aceptar que aquellos trabajadores, no pocas veces de alta calificación, no recibieran individualmente compensación de algún significado para sus muchas necesidades materiales, sobre todo cuando el aparato partidista y gubernamental angoleño ostentaba uno de los primeros lugares del mundo en cuanto a niveles de corrupción.

Paralelamente, con el obsequio del dinero y los haberes del pueblo en general, Castro ha ido derrochando, a manos llenas, los requerimientos y expectativas individuales que cualquier ser humano atesora cuando trabaja alejado de su familia y su patria, sin duda algo tan grave como lo primero.

Como las prodigalidades de Castro llenarían todo un catálogo, no se enumerará la juguetona facilidad con que el "jefe" constantemente alecciona a sus allegados domésticos, los premia, los convierte en deudores de su poder, en incondicionales repetidores de su política desastrada. No pocos extranjeros, gente de fuste y a veces no tanto, usufructúan también, sin poner un centavo, las invitaciones del dueño del feudo. Por sólo esta arista de su biografía, la historia se negará a absolverlo. Bien podría escribirse un libro —de tomo y lomo— sobre el agio en Fidel Castro.

Desde luego, que quien da tan frescamente lo ajeno, está bien preparado para rechazar ayudas humanitarias. Y el pueblo de Cuba, ése que por la cerrazón imperante y las duras condiciones materiales en que sobrevive no se cansa de echarse al mar en cualquier adminículo, observa desesperanzado —sin saber qué va a comer mañana— el despacho de su patrimonio, los actos de megalomanía ilegal que contarán pronto medio siglo, y que de ponerse uno encima del otro, sobrepasarían al Pico Turquino.

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