www.cubaencuentro.com Jueves, 13 de noviembre de 2003

 
  Parte 1/4
 
¿Sin Bush?
Déficit fiscal, gasto bélico y aislacionismo galopantes ponen en duda el futuro político del presidente norteamericano, a casi un año de nuevas elecciones.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami
 

Hace pocas semanas, durante una visita del presidente norteamericano George W. Bush al sur de la Florida, su hermano y gobernador del estado, Jeb Bush, hizo una pregunta a los periodistas que cubrían el evento: ¿Se imaginan ustedes cómo sería el mundo si mi hermano no hubiera resultado electo en el 2000?

George Bush
Administración Bush: ¿Un mundo mejor?

Nadie se preocupó en responder. La cuestión no apareció en la prensa. Los lectores de periódicos ni siquiera saben de esa inquietud del principal funcionario estatal. Un estado que resultó clave en la designación presidencial, y en donde se llevó a cabo una votación que aún se cuestiona. Ante todo, una aclaración: Gobernador, por favor. Su hermano no fue electo. Fue apenas designado por un tribunal, un cuerpo jurídico integrado, en parte, por miembros que le deben ese puesto a su padre (el ex presidente George Bush). Una deuda no pequeña en el caso del magistrado Clarence Thomas. Luego vale la pena intentar una respuesta.

Mucho de lo sucedido en Estados Unidos y el mundo no es consecuencia directa de que Bush haya sido nombrado presidente. Los atentados del 11 de septiembre hubieran ocurrido igual; la crisis económica no se debió a la decisión de la Corte Suprema en favor del candidato republicano y la creación de un Departamento de Seguridad Nacional —una idea ya enunciada durante el mandato del ex presidente Bill Clinton— se hizo imperiosa después de los ataques terroristas.

La guerra de Afganistán fue inevitable —en opinión de muchos— tras la negativa de los talibanes de entregar a Osama Bin Laden, luego de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. Nadie duda que el ciudadano norteamericano aprobó medidas más enérgicas, que permitieron un mayor control de las fronteras y brindaron amplios poderes a los organismos policiales y de inteligencia.

Cualquier presidente —con independencia de partido— está en la obligación de responder con energía a un intento de grandes proporciones contra la estabilidad del país. Cabe la especulación sobre las diversas estrategias para llevar a cabo una lucha frontal contra el terrorismo, pero que la seguridad nacional pasara a un primer plano tras los ataques está más allá de una discusión partidista.

Vale la pena preguntarse si Al Gore hubiera cometido el error de iniciar la guerra contra Irak. No. Gore —la pregunta del gobernador de la Florida nos obliga a considerar la alternativa de la elección del candidato que recibió el mayor número de votos— no es un político que favorece el aislacionismo, la esencia de la política internacional de la actual administración. Tampoco un abanderado del fundamentalismo ni un partidario de la restricción injustificada de los derechos ciudadanos.

Figuras como Ashcroft, Rumsfeld y Rice no tienen cabida en un gobierno diferente —ya sea republicano o demócrata— al que rige hasta el 2004: un grupo en el poder que debe su existencia al sector más oscurantista, provinciano y populista de la derecha sureña. Junto con el mandatario, ellos simbolizan la razón de ser y el objeto de crítica del gobierno actual.

Las consecuencias esenciales de la designación de Bush son por lo tanto de una índole doble. En su aspecto más visible —desde el punto de vista social y económico—, un intento de continuar el retroceso de las conquistas logradas por los trabajadores y la clase media durante casi un siglo. Revertir la nación a la situación existente antes del estallido de la Primera Guerra Mundial del pasado siglo. Un país donde los grandes capitales operaban con un mínimo de restricciones y donde el grueso de la población carecía de beneficios sociales. En otras palabras, la destrucción del llamado "sueño americano".

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