www.cubaencuentro.com Martes, 27 de enero de 2004

 
  Parte 3/4
 
La mordida del tigre
¿Inmolarse o vivir? El coronel Pedro Tortoló demostró que las órdenes de Castro son transgredibles, sobre todo si atañen a un holocausto.
por MIGUEL CABRERA PEñA, Santiago de Chile
 

Aunque las comparaciones pueden lucir a veces como traídas por los cabellos, esta acción evoca la que tomó en Stalingrado el general Von Paulus, quien prefirió poner fin a las hostilidades en lugar de obedecer las órdenes del Tercer Reich, que garantizaban la muerte de decenas de miles de soldados alemanes. Aislado, sin esperanza de mínimos refuerzos, mal armado, sin posibilidad de maniobra, Tortoló estaba aún en mayor desventaja que Paulus, con varios ejércitos bajo su mando.

Soldados
Granada, 1983: Soldados cubanos apresados.

Las lógicas militares, por cierto, casi siempre son del mismo corte. Si Berlín le ofreció a Paulus el ascenso a Mariscal de Campo para que insistiera —sitiado, carente de combustible para mover sus blindados y constantemente castigado por la aviación y la artillería soviética— en los combates, Castro compararía en La Habana a Tortoló con Antonio Maceo, convencido de que no se apartaría un ápice de su orden, otra prueba de su incorregible inclinación a disponer de la existencia física de los demás.

Castro necesitaba la inmolación colectiva porque, por un lado, obtendría una fuerte condena y rechazo en el seno de la comunidad internacional, más allá de la ONU, contra el gobierno de Ronald Reagan, y por el otro, cavaría —como ha dicho un autor— una fosa infranqueable entre cubanos y norteamericanos, y así pondría más odio a reinar; odio que constituye el asiento de su tiranía y la humareda de sus altares.

Ya se conoce que nunca existió información desde Saint George's sobre los últimos cubanos que teatralmente murieron abrazados a la bandera nacional. Esta fue idea de Castro, quien redactó en su oficina la falsedad no porque hubiera recibido noticia de tal traza, sino porque esa era su expectativa, según ha dicho Florentino Aspillaga, ex agente de la inteligencia cubana.

A propósito, no era esta la primera ocasión en que el "comandante" creaba imágenes de parecida naturaleza. A Salvador Allende también se lo ofertó a los cubanos en la Plaza de la Revolución, una década atrás, envuelto en la bandera chilena en sus minutos finales, cuadro que desacreditan los que estaban a su lado y hasta los testimonios menos veraces. Son metáforas recurrentes de su fantasía.

Resulta sintomático, por otro lado, que Castro advirtiera años después a Sadam Husein —con la intención de persuadirlo para que sacara sus tropas de Kuwait— del poderío militar que Washington desataría contra su régimen. Para hacer más gráfica la advertencia preparó a una delegación que se reunió en Bagdad con su colega, como en crónica elocuente narra Alcibíades Hidalgo. No se le ocurrió antes similar análisis en torno a sus compatriotas en Granada, a quienes situaría en circunstancia inmensamente más comprometida que la de Husein.

Pero Castro no soporta que lo desobedezcan, y mucho menos de manera pública, en Cuba. El error por no viabilizar la salida inmediata ante la amenaza que significaba la invasión para los constructores, que era la masa fundamental de cubanos en Granada en octubre de 1983 —algo que él mismo reiterara infatigablemente en esos días—, había que subvertirlo, echar las culpas sobre otro, pues, ante todo, había cadáveres de por medio y él no podía ser, de ningún modo, el gestor de esas muertes.

Si a Tortoló no se le puso en el paredón de fusilamiento, fue porque ya había sangre derramada en un contexto nacional lacerado sentimentalmente y donde una medida de este tipo evidenciaría las verdaderas intenciones. Se tuvo incluso que decretar un día de duelo nacional. Además, la prensa norteamerican no coincidió ni mucho menos en explicar la invasión como una gran victoria militar, sino como un triunfo político, pues era sobradamente conocido que las fuerzas en la liza eran muy desiguales.

Teniendo en cuenta la actuación de Tortoló, un periodista norteamericano enviado a La Habana en ocasión del regreso de los cubanos, llegó a preguntarle si no esperaba un ascenso a general por intentar una respuesta en condiciones tan desproporcionadas. El periodista estaba perdido en su noble inocencia. Raúl Castro, en un vídeo para militantes del partido único, diría: "Tortoló debió pegarse un tiro".

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