www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
  Parte 1/4
 
¿Tolerancia e intolerancia en Cuba?
por JOSé PRATS SARIOL, México D.F.
 

¿Soy realmente tolerante? La respuesta, sincera, es que me cuesta un gigantesco esfuerzo, sobre todo con los intolerantes. Fanáticos y polarizados, sectarios y totalitarios de cualquier bando no merecen condescendencia alguna. Pero sería igual a ellos si renuncio al pluralismo, a la democracia, a cada uno de los Derechos del Hombre contenidos en la Declaración Universal. Por eso casi siempre regalo —aun a los groseramente intolerantes— un ramo de respeto al otro, a lo diferente, a lo ajeno. Y allí tengo los mejores argumentos contra esa caterva incolora que envenena nuestro enfermo planeta.

ONU
Comisión de Derechos Humanos: Cuba, oídos sordos.

Me duele ofrecerles la mano amiga —misericordiosamente— a la caterva descolorida. Lo hago como una sencilla ofrenda al Señor, aunque el hecho de ser un intelectual cubano aderece la ofrenda con el más picoso de los chiles mexicanos. Y algo de cierto debe de haber en que para un cubano sea tan difícil en 2004, tras décadas y décadas de un férreo monólogo, hacerse dueño de un espíritu ecuménico, tratar de ver sin odio, de que los paréntesis de la fenomenología desbaraten barrotes y demagogias asqueantes.

¿Por qué Cuba aparece como algo ajeno a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU? ¿Por qué la comunidad internacional condena una y otra vez al gobernante de mi país? ¿Por qué Christine Chanet, Representante para Cuba del Alto Comisionado de Derechos Humanos, acaba de declarar que "los cubanos rechazan verme", que Cuba no se ha adherido al Pacto Internacional sobre los Derechos Civiles y Políticos, como tampoco al Pacto Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, suscritos por 180 Estados en el mundo?

Hay, sin embargo, preguntas más particulares: ¿Cómo es posible que un grupúsculo de intelectuales cubanos, latinoamericanos y de otras zonas geográficas, aún aplaudan al penoso rizoma caribeño? ¿Qué aún mantiene en ellos —me refiero, como es obvio, a los pocos honrados— la peregrina idea de que las utopías no devienen diabólicas? ¿Dónde está el cordón umbilical que los ata a la obediencia ciega, a firmar cuanta declaración les caiga del cielo ideológico? ¿Por qué personas neuronalmente aptas, hasta con elevados coeficientes de análisis crítico, son incapaces de evaluar los fenómenos del desastre que sobrevino tras el fin de lo que fue en los años sesenta —como apunta Jorge Castañeda— la revolución cubana? ¿Quiénes cantinflean con apolillados argumentos para justificar que se fusile a tres infelices y se encarcele a setenta y cinco disidentes pacíficos, que se censure hasta el silencio internáutico y haya exigencias burocráticas inconcebibles en cualquier país del mundo occidental, inaguantables para ciertos izquierdosos que las aplauden con el pasaje de vuelta? ¿Cómo se enfrenta este diezmado clan al tenebroso otoño de un patriarca que lleva cuarenta y cinco garrafales años ejerciendo un poder que hubiera envidiado Luis XIV, que alguna vez estuvo en los sueños de Julio César o de Nerón?

Los partidarios de Dionisio

Me parece que las reflexiones de Mark Lilla en Mentes inquietas, los intelectuales y la política pudieran ayudar a la caracterización de estos tristes especimenes antediluvianos. Seamos tolerantes, en el posfacio a su libro —La seducción de Siracusa", Letras Libres, marzo 2004, Año VI, No. 63— Lilla también lo es. Allí nos recuerda que Platón viaja a la ciudad siciliana a instancia de su discípulo Dión, para aconsejar a Dionisio el Joven, convertirlo en un "tirano filósofo". Pronto fracasa. A su regreso a Atenas compara a Dionisio "con un hombre que quiere estar al sol y que sólo consigue quemarse". Pero seis o siete años después regresa a Siracusa, a otro intento.

Lilla cuenta: "Al llegar se encontró un hombre aún más arrogante, que ahora se consideraba a sí mismo un filósofo y del que se decía que había escrito un libro, algo que Platón el dialéctico se negaba rotundamente a hacer. Era una causa perdida. El pensador sólo se culpaba a sí mismo: 'No tengo más motivo para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo, y con los que me hicieron sentir la necesidad de venir'".

Para el profesor de la Universidad de Chicago, Dionisio se parece bastante a Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Mao y Ho, Castro y Trujillo, Amin y Bokassa, Sadam y Jomeini, Ceaucescu y Milosevic… El acucioso lector de Isaiah Berlin se lamenta de "las almas optimistas del siglo XIX (que) creían que la tiranía era una cosa del pasado". Mucha más turbación le producen las del reciente siglo XX, ante las brutales evidencias de que las tiranías —lejos de desaparecer— se fortalecieron hasta el delirio y los holocaustos. Considera que "el problema de Dionisio es tan viejo como la creación", pero "el de sus partidarios intelectuales es nuevo". Y acuña una denominación exacta para esos intelectuales de izquierda o de derecha o ambidiestros: "filotiránicos".

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