www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
   
 
El affaire mexicano
¿Se queda corto México frente al Robespierre-Napoléon cubano?
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles
 

Los analistas del affaire mexicano eluden cuidadosamente lo que considero el tema central del escándalo: la preeminencia del nacionalsocialismo cubano y la demostración de su fuerza y de su poder de seducción continentales; el escalofriante recordatorio de que, alguna vez, Cuba pudo haber "incorporado" a México —al inconmensurable Aztlán faraónico— a su proyecto de potencia fallido.

F. Castro
Relaciones Cuba-México: ¿Fin de la 'vista gorda'?

La atracción era mutua, y funcionaba tan naturalmente como una fuerza de gravedad: el hieratismo priísta y el jesuitismo agresor de los cubanos se complementaban exactamente. Cuba necesitaba espacio vital —el Grund und Boden fascista— y lo fue a buscar, con la anuencia de México, al territorio arado un siglo antes por el "autor intelectual" de nuestras aspiraciones continentales, José Martí —el ideólogo que concibió a "Nuestra América" como unidad política en busca de su "grande hombre"—.

En realidad, la única falta verdaderamente grave que pudiera imputársele a nuestro Líder es no haber cumplido con el destino manifiesto que había augurado Martí para su pueblo. Pocas veces se han juntado en una sola persona el Robespierre sanguinario y el Napoleón imperialista. Pocas veces un líder ha contado con un santo como Guevara para implantar la escolástica de su idolatría (Sin contar con que pocas veces ha sido un santo tan respetado y querido por la chusma y por el intelectual latinoamericano indistintamente).

Pocas veces las brigadas de asalto de una dictadura han alcanzado una influencia tan amplia y definitiva. Jamás la seducción de un líder americano fue tan duradera e indiscutible como la de Fidel Castro. Ni Perón ni Pinochet cuentan, realmente, cuando se considera al binomio Che–Fidel en la historia política latinoamericana. Entonces, ¿qué pasó?

Nuestras huestes fueron incapaces de apropiarse de México. Ni siquiera se alzaron con Bolivia. Malograron sus oportunidades reales en todo un continente: de El Salvador a Venezuela, de Colombia a Chile, de la Guyana a la Argentina; lo hermoso de nuestras conquistas son las majestuosas proporciones de su fracaso. Al falso imperio castrista le ha llegado, otra vez, la hora de perder. La medida de lo que pierde nos revela, exactamente, el tamaño de su soberbia. Queda, sin embargo, algo de español en ese "poder haberlo tenido todo", y en ese "haberlo perdido todo".

El nacionalsocialismo cubano fue, desde sus inicios, política de agresión, de conquista de territorios, ante lo cual México calló, se hizo "el de la vista gorda", según las palabras del propio ex canciller. No basta ahora con un tímido voto mexicano en las Naciones Unidas: la violación de los derechos por parte de las tropas de choque castristas rebasa los límites nacionales, y aún los personales. Sus crímenes de lesa humanidad tienen proporciones continentales, y México lo sabe mejor que nadie.

Cuba debe pedir perdón a El Salvador. Un relator debe investigar la intromisión cubana en Chile y culparla por su trágico desenlace. Cuba debe ser llevada ante los tribunales por cada régimen militar que apareció en el continente como respuesta violenta a la invasión de los porristas cubanos. México se queda corto a la hora de las retractaciones.

Quizás podría aducirse en su favor que, como la conquista cubana venía disfrazada de liberación, los mexicanos no se percataron (o volvieron a hacerse los de la vista gorda) a la hora de denunciarla a tiempo. El movimiento de liberación iniciado en La Habana ocultaba, acaso, una solapada "reconquista". Vázquez Montalbán afirma en su libro famoso que con Castro "Dios entró en La Habana". Se equivoca: fueron sólo los jesuitas. México está en posición ventajosa para rechazar por fin, enérgicamente, esta nueva injerencia española en tierras americanas.

Está también el asunto del culto mexicano a los "grandes hombres", una enfermedad endémica en "Nuestra América". Resulta aleccionador observar este fenómeno a través de los ojos de un artista. Carpentier compuso una pequeña Eroica que, como la Égloga de Virgilio, anunciaba oscuramente el advenimiento de nuestro "grande hombre". Esa noveleta es una profecía consumada, composta per festeggiare el ascenso probable de otro Napoleón, salido de las filas últimas de los gángsteres machadistas.

No debería asombrarnos la mezcla de repugnancia y admiración, de desagrado y aprobación con que se recibe al tirano en los territorios conquistados. La reacción de la inteligentsia mexicana representa el desengaño natural de los intelectuales que, en la época Eroica, habían dedicado sus poemas a las huestes invasoras y alabado devotamente la persona del Líder: se trata del equivalente tercermundista de un Beethoven borrando la dedicatoria de su tercera sinfonía.

El pueblo, más lento para el rechazo, se rinde todavía ante la personalidad avasalladora del Führer, y así lo señalan las encuestas. Pero, debido a la duración de su mandato, el nuestro es un Napoleón que fue también Louis Bonaparte; y el fiasco mexicano es su dieciocho Brumario. En Fidel Castro se juntan —frente a un escenario provisto hasta con las pirámides rituales, desde donde cinco siglos de ceguera americana nos miran— la tragedia y la comedia de la Historia.

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