www.cubaencuentro.com Viernes, 03 de septiembre de 2004

 
  Parte 3/4
 
Los ecos de la mala fama
Valeriano Weyler y su leyenda negra en Cuba: ¿Qué hay de cierto o inexacto?
por VICENTE ECHERRI, Nueva Jersey
 

La otra cara de la moneda

En el campo de batalla, los rebeldes no se destacaban por ejercer la misericordia frente a unos reclutas mal entrenados que caían como moscas víctima de las plagas y del machete mambí. Weyler decidió superar el escollo con la creación de unos batallones compuestos de nativos cubanos o de residentes aclimatados y aguerridos, a quienes no se les indagaban los antecedentes.

Estos "gurkas" cubanos, conocidos como los "cazadores de Valmaseda", no tardarían en hacerse célebres por su arrojo y sus atrocidades: muchos eran negros libertos o fugados, o sanguinarios soldados de fortuna. Con ellos, el joven brigadier creía estar respondiendo eficazmente a los desmanes del Ejército Libertador.

Ignacio Agramonte —pese a la legendaria hidalguía con que nos lo pintaron en la escuela— le dio por aterrorizar a los españoles haciendo decapitar a los prisioneros y colgando las cabezas de los árboles. Weyler lanzó en su persecución a los cazadores de Valmaseda, quienes terminaron por ultimarlo a bayonetazos en Jimaguayú, y luego quemaron su cadáver. Al gobernador le pareció un exceso y pidió el relevo de Weyler, quien regresaba a España en 1873 con un expediente de feroz pacificador. Sería sólo el comienzo.

Al Weyler que llegaba a La Habana en 1896 lo precedía esa leyenda de hombre duro que no daba cuartel; leyenda que se había ido acrecentando con el tiempo. La metrópoli lo enviaba a pacificar por las armas a una colonia que casi estaba perdida y él pondría lo mejor de sí para lograrlo.

El gobierno conservador de Canovas del Castillo se aferraba a la posesión de Cuba y ponía a disposición del nuevo capitán general el mayor ejército que jamás hubiera cruzado el Atlántico. Weyler contaba ahora con los recursos para poner en práctica sus tácticas de anti-insurgencia, que había ensayado con algún éxito en la anterior guerra cubana y que consistían, básicamente, en segmentar el país e irlo "peinando", al tiempo de privar a los rebeldes de sus aliados naturales, los campesinos. Esto último se lograba mediante la reconcentración forzosa de los pobladores del campo en las ciudades.

El bando de reconcentración, que primero se impuso sólo en Pinar del Río, no tardó en tener trágicas consecuencias (debido a la falta de albergues, alimentos e higiene para servir a los reconcentrados, que en poco tiempo empezaron a morir por millares, víctimas de las enfermedades y el hambre).

La corrupción y la ineficacia administrativa que minaban el poder colonial fueron en gran parte responsables de esta tragedia que Weyler, al parecer, no previó. En su contra puede decirse que, no escarmentado por los efectos del ensayo, extendió la reconcentración a las provincias de La Habana, Matanzas y Las Villas, con resultados aún más pavorosos. Tal vez creyó que era el precio —incluido el de su propio prestigio— que había que pagar por la victoria; tal vez fue incapaz de entender el gigantesco capital político que le costaría a España esa victoria.

Cuando es relevado de su mando en octubre de 1897, al tiempo que un gobierno liberal en Madrid le confiere a los cubanos, tardíamente, la autonomía, la pacificación se extiende hasta la frontera de Camagüey; pero el número de bajas mortales —incluidos los soldados españoles— pasa de los 200.000. Para entonces, la prensa norteamericana y la propaganda mambisa le han asegurado un nicho en la historia de la infamia.

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