www.cubaencuentro.com Lunes, 06 de septiembre de 2004

 
  Parte 1/2
 
Armas de distorsión masiva
Medios de comunicación, salas de cine, hogares: ¿Ha llegado Michael Moore adonde los terroristas no pueden?
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles
 

Los cubanos somos —para bien o para mal— un detector de fascistas tapiñados. Tenemos un olfato ultrasensible que los detecta a distancia. Desde las primeras palabras conocemos al demagogo: años más tarde se destapa, sale del clóset, pero nosotros ya lo sabíamos. Entonces sólo nos queda levantar los hombros y repetir: "¡Se los dijimos!". La gente cree que estamos del lado erróneo de la Historia, pero sucede todo lo contrario: venimos del futuro.

M. Moore
Moore: ¿un kamikaze del cine?

Ahora Michael Moore se ha convertido en una obesa y obstinada arma de distorsión masiva: parecería que lleva el cable de su cámara conectado a algún orificio lleno de explosivos. Su misión es idéntica a la de los que cargan bombas suicidas; aunque, a decir verdad, Michael ha podido llegar a donde los terroristas no llegan: al centro de los medios de comunicación, a las salas de cine, y a todos los hogares. Allí levanta la espoleta y deja que detone la carga mortífera. Los terroristas ya están en casa, se mueven entre nosotros: las grandes corporaciones capitalistas (Miramax y Sundance) subvencionan su obra de zapa. A la entrada de todos los cines donde se exhibe Farenheit 9/11 debía colocarse un aviso de alarma anaranjada.

A los cubanos nos toca otra vez la ingrata tarea de desactivar un arma de distorsión masiva. Por ser su blanco favorito nos hemos convertido en expertos. Y Michael Moore es, nada más y nada menos, que la bomba inteligente del discurso político neofascista.

Discurso y libreto

Debemos empezar por el principio: el filósofo francés Michael Foucault describió hace décadas las relaciones entre el poder y lo que él llamó "discurso". Sus libros —en los que reaparece el tema baconiano de las relaciones entre el poder y el conocimiento— pasaron a formar parte del canon académico, es decir, del canon de los que, paradójicamente, detentan el poder desde el centro de un enorme complejo cultural-industrial de desinformación masiva.

En su más reciente libro, The Vatican to Vegas, el teórico Norman M. Klein adelanta la tesis de que el discurso se ha convertido hoy en script. Al contrario del simple "discurso", (que por su propia naturaleza es siempre fluido, según lo entendió Foucault), un libreto o script es tremendamente rígido.

El script no aspira nunca a que el público piense contraintuitivamente: cada categoría viene avalada (y se diría que hasta masticada) por libretos anteriores, que se han encargado de establecer sus premisas. Se sabe de antemano quién es el villano (Batista) y el héroe (Fidel, el Ché); de qué lado debe quedarse el niño (con su padre); dónde están los mafiosos (en Miami); quiénes son los demócratas (Michael Moore) y quiénes los reaccionarios (los gusanos y Bush).

Pero sucede que nosotros —y únicamente nosotros, por venir del futuro— sabemos que un partido fascista puede llamarse democrático y popular, como se denominaba a la República Democrática Alemana o a la República Popular China. Por eso cuando los demócratas nos hablan de democracia, desconfiamos. La generación que en los años sesenta se abrogó el derecho de liberarnos —económica, política y espiritualmente— fue a parar a las filas del maoísmo, primero, y del guevarismo después. Esa "contracultura" avejentada nos exhorta ahora, desde el parlamento, la prensa y la taquilla, a apoyar cuanta causa antidemocrática aparece en nuestro scripted space. No hay más que oír a los radicales de la emisora KPFA de San Francisco retransmitiendo los discursos de Hugo Chávez para saber de qué lado caen las lealtades de los hippies nostálgicos.

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