www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
   
 
Cerca de Dios
Centenares de instituciones del mundo, todos los hombres que conocen la democracia, reclaman la libertad auténtica para Julio Valdés Guevara.
por RAúL RIVERO, Madrid
 

Julio Valdés leía la Biblia en voz alta. Su voz llenaba, con aquellos mensajes de sosiego y fuerza, los pasillos de las celdas de castigo. Los políticos le escuchábamos en silencio, pero desde las celdas de los presos comunes le hacían preguntas, le pedían que explicara palabras y que tradujera al lenguaje carcelario el sentido de algunos episodios divinos.

J. V. Guevara
Julio Valdés Guevara.

Eso hizo durante meses el activista de derechos humanos Julio Valdés en su ergástula de seis pasos, donde era un simple invitado de los insectos, de los ratones y las moscas, de los jubos y las ranas, de los mosquitos y las cucarachas. Del señorío de las alimañas.

Allí estuvo, rodeado de libros y de fotos de su pequeño hijo y de su esposa y sus hermanas, en un debate contra todos los presos —esta vez sí, políticos y comunes— porque está convencido de que Manzanillo es la región más bella y noble de su país.

Cuando en los atardeceres de la primavera, el verano y el invierno de 2003, el mundo entero caía como una piedra o un meteorito directamente sobre el techo enrejado de la prisión, Julio Valdés —que ya para esas fechas era Yuyo— servía una gran mesa imaginaria para todos los condenados.

Vengan a comer muchachos, decía desde el camastro de su calabozo pobrísimo, que hoy tengo lizetas frescas con mucho limón, el buen pan de mi tierra y unas botellitas de ron Pinilla para rociar los platos y alegrarnos un poco.

Abundancia de sueños

Ahí estaban enseguida, con un poco de imaginación, el líder sindical Pedro Pablo Álvarez; Marcelo Cano, el médico; Horacio Piña, el activista de Pinar del Río; y Ariel Sigler Amaya, el jefe del Movimiento Alternativo de Matanzas. Poco después llegaba, desde la celda 8, el otro médico santiaguero, Luis Milán, que acababa de escribir unos sonetos.

Venía, como no, Edimir Torres Sifontes, alias El Mecánico, que esperaba su muerte frente a nosotros, en el pasillo 3. Venían —con sus cadenas perpetuas arrastradas entre los muros— los jóvenes trinitarios Richard y Santanica y el viejo Martillo, con el fantasma de sus tres muertos sobre su cabeza blanca.

Llegaba de Santa Clara, cantando como Roberto Carlos, Robertico La Gaviota, y El Cocodrilo, condenado a 18 años porque se había robado unas palomas, y Alexander Amat Companioni, que se hizo cortar una mano y se la tiró a un guardia por el pecho.

A la mesa soñada de Julio Valdés se sentaban todos los condenados porque era abierta y abundante en sueños y Dios la bendecía por boca del anfitrión. Así pasaba otra noche de las miles de noches a las que el vetusto dictador Fidel Castro nos había condenado.

Julio Valdés también estaba enfermo. Muy enfermo. A veces, cuando llamaba desde su celda en la alta madrugada no era para esas comidas soñadas, sino para pedir ayuda médica. La presión arterial descompensada, fiebres, los riñones negados a funcionar.

Hasta los médicos militares reconocieron la gravedad de su estado. Así, fue el primero de los 75 prisioneros de la Primavera Negra en recibir un permiso real, cambio de celda, mediante un atajo policial, que allá le llaman licencia extrapenal.

Ahora, la verdadera libertad, la de salir a seguir un tratamiento en un país civilizado, sin presiones, sin la presencia de la policía, sin hostigamiento, hasta ahí no. Hasta ese punto no llega la cédula monárquica. Lo quieren allá adentro enfermo, fatal, bajo el microscopio de la Seguridad del Estado, rodeado de informantes y en las proximidades de la muerte.

Julio Valdés es un cubano que vive en armonía con el cielo y, por lo tanto, quiere esa misma armonía en la tierra, en su tierra. Por luchar por esa concordia, se enfrentó a la autocracia y fue a parar a la prisión. Tiene el derecho como ser humano a atenderse con rigor profesional y en paz sus patologías. Sus amigos, centenares de instituciones democráticas del mundo, todos los hombres que conocen la democracia, reclaman la libertad auténtica para Julio Valdés.

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