www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
  Parte 1/2
 
Ciclón
Una catástrofe que llega a Estados Unidos cada vez con mayor frecuencia.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami
 

Para Hemingway, la mejor manera de pasar un ciclón es con una botella de ron a mano y el oído atento a las noticias —si uno tiene un radio de batería—, luego de asegurar puertas y ventanas con tablones y clavos.

Azote de Katrina
Rescate de una familia durante el azote de Katrina.

Pese al tiempo transcurrido desde el descubrimiento de América, las tormentas tropicales no han perdido por completo su carácter exótico. Crean temor y hasta pánico, pero también producen una mezcla de impotencia y desafío que llevan a almacenar desde agua hasta jamón y embutidos, que si no se comen rápido terminan podridos a los pocos días de faltar la energía eléctrica.

Nos hacen más dependientes de los otros (socorristas, bomberos, policías, brigadas de limpieza, reparadores de líneas energéticas y sistemas de comunicación), pero al mismo tiempo despiertan el afán de protegernos por medios propios, y comprar desde velas hasta una planta eléctrica para la vivienda, si tenemos el dinero necesario.

Se repiten año tras año y siempre se hace necesario volver a emitir las órdenes de evacuación obligatoria, imponer toques de queda y sacar a la calle más policías.

El paso de un huracán es fortuito, inevitable e incierto. No importan los avances tecnológicos, cualquier ciclón —como acaba de ocurrir con Katrina en la Florida— puede sorprender con su recorrido. Lo más que ha llegado el hombre es a prolongar la espera. Porque cuando llega, sólo cabe buscar refugio. Todo el aparataje de los servicios de emergencia de los gobiernos locales, los pronósticos cada pocas horas, los políticos brindando conferencias de prensa y los reporteros de televisión informando empapados por la lluvia, con sus cuerpos sufriendo el azote del viento, es para ayudarnos en nuestra soledad frente a la tempestad.

Tragedia para unos y bonanza para otros

Un ciclón nos hace sentir pequeños, débiles, abandonados. Ese alarde de fuerza de la naturaleza abre las posibilidades a que los hombres se ayuden y se dediquen al saqueo. Somos mejores y peores. Una tragedia para unos y una bonanza para otros. Miseria y oportunidad. Pérdida y ganancia.

Causa de naufragios, una tempestad tropical da inicio y título a la última obra de teatro de Shakespeare, e inicia un debate cultural y político que sobrevive en nuestros días. Pero ni ella ni su equivalente en las antípodas —el tifón, que sirvió a Joseph Conrad para una novela— alcanzan la grandeza bíblica del diluvio o la frecuencia literaria de la tormenta de nieve.

El huracán es cosa de dioses primitivos, tema de etnólogos como el cubano Fernando Ortiz y sólo capaz de atemorizar al gángster en decadencia Johnny Rocco en Key Largo. No es que el número de muertes ocasionadas por los ciclones sea despreciable, sino que a éste se le tiende a asociar con las islas, naciones subdesarrolladas y pueblos pobres.

Sólo en Estados Unidos se rompe en ocasiones ese nexo. No siempre: los cientos de norteamericanos que murieron en 1935, principalmente en los cayos Matecumbe, eran veteranos de la Primera Guerra Mundial; pobres diablos que trabajaban en la construcción de la autopista destinada a unir los cayos floridanos con la tierra firme como parte de un proyecto federal destinado a combatir la miseria causada por la recesión económica. Una casa móvil, un techo de tejas, una vivienda de madera: todos desaparecen. A diferencia del terremoto, el ciclón es clasista por naturaleza.

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