www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 1/3
 
Apuntes para la corrección de una leyenda
Batistianos, revolución, embargo, propiedades: ¿Cuánto del pasado habrá que tener en cuenta en el futuro de Cuba?
por VICENTE ECHERRI, Nueva York
 

Si bien todo el que escribe suele tener temas, caprichos u obsesiones, asuntos sobre los que vuelve y tesis que reitera; hay algunos que pueden llegar a caer en el síndrome de la idea fija.

El primero de esos truismos a los que Arturo López-Levy recurre una y otra vez en sus artículos es a la trascendencia culpable del régimen de Fulgencio Batista en la posterior desgracia de Cuba, así como a identificar como "batistianos" al segmento más radicalmente anticastrista de nuestro exilio, al cual responsabiliza en principio de la política de hostilidad de Estados Unidos hacia Cuba, así como del reclamo de propiedades confiscadas en nuestro país.

Esto de resaltar la "dictadura de Batista" como justificación para todo lo que vendría después, y de pegarle el mote de "batistiano" al exilio intransigente, es repetir lo que dicen los portavoces del castrismo y desvirtuar la historia, es decir, lo que realmente sucedió.

Injustificable como fue el golpe de Estado del 10 de marzo —que interrumpió el orden constitucional en Cuba—, así como los desmanes que, al arreciar la contienda civil, cometió la fuerza pública contra elementos sospechosos o francamente subversivos; comparar al gobierno de Batista (que presidió una época de altísima prosperidad y de relativas libertades) con la tiranía que le sucedió es como comparar un resfriado con un cáncer, enormidad sólo superada por la desmesura de atribuirle al primero la causa directa del segundo.

Por otra parte, los "batistianos" que emigraron al triunfo de la revolución fueron relativamente pocos, y muchos de ellos lo hicieron no sólo sin maletas repletas de dólares, sino carentes de dinero en absoluto. Hubo, desde luego, una cúpula de familiares y amigos cercanos a Batista que lograron trasladar fondos al exterior; pero ése no parece haber sido el caso de la mayoría, pese a las consejas echadas a rodar desde el principio por el régimen revolucionario. Sirva de ejemplo el caso de Rolando Masferrer, a quien públicamente se le acusó de haberse robado 17 millones de dólares; dinero que debe haber perdido en el camino, porque sus amigos lo recuerdan siempre pobre en el exilio y su hijo hasta se vio obligado a lavar platos en un hotel de Nueva York.

Exiliados y oleadas

La mayoría de los llamados batistianos no pertenecía a la oligarquía cubana que, por el contrario, despreciaba a Batista por su mestizaje y, hasta el triunfo de la revolución, simpatizaba con el movimiento insurgente. Por su parte, los más pobres, y en particular los negros, estuvieron con Batista prácticamente hasta el final. Ésta había sido su gente desde que él se consolidara como líder populista de izquierda en los años treinta y cuarenta (al extremo que Neruda lo llegó a comparar con Tito y La Pasionaria) y quienes lo siguieron apoyando en su período más centrista de los años cincuenta.

Por consiguiente, no son los batistianos y sus bienes espurios los más afectados por las confiscaciones revolucionarias de los primeros tiempos. Eso ocurrió después, cuando el castrismo se radicaliza y agrede, primero a la clase alta y luego a la clase media, que habían sido sus más auténticos soportes.

Es decir, media un tiempo entre el triunfo de la revolución en enero de 1959 —que despoja de sus "bienes malversados" a los batistianos— y las nacionalizaciones masivas de la gran propiedad —agraria, financiera e industrial— que nos abre las puertas del totalitarismo y la ruina económica. Estas últimas confiscaciones ocurren en octubre de 1960, el momento en que los empresarios hacen sus maletas y se van y, simultáneamente, la economía cubana se desploma sin recuperación posible hasta la fecha; colapso que se explica por la simple razón de que el cerebro, la experiencia y las iniciativas de la clase empresarial son indispensables para la gestión económica, sin excepciones conocidas (La cabeza de un hombre como Julio Lobo, por ejemplo, valía para la industria azucarera más que 10.000 cortadores de caña, como vino a probarlo años después el desastre de la llamada "zafra de los diez millones").

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