Las primeras modificaciones se debieron al hecho de que era imposible desarrollar el proyecto de una vez, dada su magnitud. Se observó que los hemiciclos del Senado y la Cámara de Representantes eran reducidos, sin suficiente ventilación e iluminación. Era necesario reproyectarlos en sentido opuesto, es decir, hacia el exterior, por ser una disposición de mayor funcionalidad y hermosura. Su cúpula respondía a las proporciones iniciales de la obra, pero fue necesario reconsiderar mayor área y altura a la misma. Se estimó que el uso de piedras blandas, cuyo costo era inferior a las de capellaniatura de cincel —como se previó al principio—, no se correspondía con las dimensiones monumentales de la edificación, razón por la cual se eligieron las segundas, que aunque más costosas eran materiales de insuperable calidad y resistencia. El cambio aparejó otros en la búsqueda de la obligada relación constructiva y la seguridad estructural. El pórtico central, la gran escalinata y las secundarias proyectados en piedra, fueron levantados en granito, así como el zócalo central que rodea el edificio.

La ornamentación exterior sufrió mayores variaciones. Se convocó a los mejores especialistas del mundo en decoración monumental. Todos los proyectos fueron supervisados por la dirección técnico-artística del Capitolio. Las estatuas en bronce del celebre escultor italiano Zanilli, los bajorrelieves y las enormes puertas metálicas, así como las esculturas talladas en piedra y mármol ubicadas frente al edificio, tampoco estaban dentro del presupuesto inicial. Para la realización de estas últimas se contrataron artistas franceses e italianos.

Los pisos también fueron modificados, por lo que se adquirieron materiales más ricos y costosos, que incluyeron mármoles de 58 colores. El mobiliario también fue objeto de cambios para mejorar la ornamentación, hecho que aumentó considerablemente los costos. La cocina, la refrigeración central, las plantas de limpieza y vacío, los equipos de ventilación y deshumificadores de los hemiciclos, así como las luces exteriores y múltiples detalles más, trajeron aparejado una erogación adicional nada despreciable.

Los candelabros, lámparas y apliques, fundidos en bronce y con diseño especial, requirieron sumas superiores a las previstas inicialmente. Se incluyó, además, gran cantidad de obras de arte de considerable valor, el que aumentaría con el paso de los años.

El costo total del Capitolio habanero ascendió a 16 640.730 millones de pesos con treinta centavos. Una enorme fortuna para la época.

La esperanza reside en que tras los cambios operados posteriormente en su interior, en sus últimos 44 años de vida (habilitación de la Biblioteca Nacional de Ciencia y Técnica, del museo de Ciencias Naturales Felipe Poey y la sede central de las oficinas, laboratorios y talleres del Ministerio cubano de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, entre otras remodelaciones menores), aún se encuentren a buen recaudo las obras de arte y objetos de valor que contiene o contuvo: que no se hallen en la residencia particular de algún coleccionista extranjero, político corrupto o vaya usted a saber dónde.

Como antes existieron capitolios en Carrabona, Antioquia, Catua, Pompeya y Rabina, hoy se levantan los de Washington, Buenos Aires, Tolosa y La Habana. Este último aún conserva toda su monumentalidad, aunque ya no se muestre tan bello y suntuoso como en sus primeras tres décadas de vida.

El Capitolio de la República de Cuba permanece, eso sí, como una atalaya en las aspiraciones de la sociedad criolla. Para el bien de todos los cubanos, que ven en él un símbolo de la ciudad y la nación.