www.cubaencuentro.com Martes, 29 de abril de 2003

 
   
 
Tras juicio sumarísimo
Se acusa a la oposición pacífica de estar financiada por 'el enemigo'. Pero, ¿qué hay tras la campaña difamatoria desplegada por La Habana?
por ARMANDO AñEL, Madrid
 

Adam Smith aconsejaba a sus lectores que no guardaran todo su dinero en el mismo país, pues afrontaban la posibilidad de que pasara algo, "y normalmente pasa". De estar vivo, el autor de La riqueza de las naciones podría ofrecer una recomendación levemente similar a los disidentes cubanos, aun cuando el patrimonio de éstos desaliente tanta meticulosidad.

One dollar

Entre las "pruebas" presentadas contra la oposición pacífica en las recientes parodias de juicio celebradas en La Habana y algunas localidades del interior, se encuentra la posesión de ciertas cantidades de dinero. Sin entrar a teorizar sobre la autenticidad, el origen o incluso el destino de dichas pruebas —hablamos de un Gobierno al que no se le puede creer ni una letra de ninguna de las palabras que conforman sus afirmaciones—, cabe volver sobre el exhortación de Smith: quienes saben muy bien de qué pata cojean las autoridades cubanas conocen también muy bien la enfermiza aversión de éstas a todo lo que huela a dólares… siempre que no huela en sus manos. Pretender que la disidencia interna se enriquece a la vera del Gran Hermano, resulta pueril. Los conejos, ya se sabe, no suelen bailar fox trot en la jaula de los leones.

Cualquiera que se haya relacionado con la disidencia o el periodismo independiente —ni que decir aquellos que lo han ejercido y actualmente se encuentran en el exilio—, puede dar fe de las circunstancias de extrema austeridad en las que sobreviven estos activistas, más que nada si se las compara con el suntuoso tren de vida llevado por la oligarquía en el poder y la clase adinerada (relacionada con el capital extranjero, los principales rubros de exportación, la farándula del deporte y la música, o la diplomacia). Los pocos que poseen una vivienda ligeramente por encima de la media —y la media en la Isla es poco menos que hilarante—, la han heredado de sus mayores o la ocupaban antes de ingresar a la oposición. Los pocos que tienen un medio de transporte, deben echarlo a andar pedaleando fuerte. Los pocos que trabajan para el régimen se conforman, a diferencia del resto de la población, con los salarios-miseria que concede el único empleador en Cuba, pues en caso de "resolver" o "malversar fondos" habrá demasiados ojos sobre ellos como para que todos a una se hagan de la vista gorda. Y los muchos que no son empleados del Gobierno —el Gobierno los desemplea—, deben evitar, consecuentemente, esta clase de movimientos. Si robarle al Estado es éticamente atinado para la mayoría de los cubanos —a fin de cuentas el Estado lleva 44 años robándole a la nación; criminalizando, para colmo, la independencia económica del ciudadano—, para los disidentes es suicida.

Precisamente, el hecho de que en la Isla muchos se cuiden de declararse o reconocerse abiertamente disidentes no sólo tiene que ver con los riesgos que tal condición conlleva —prisión, acoso policial, indefensión absoluta ante el vandalismo de la gendarmería del pensamiento—, sino con la muerte social a que se ve sometido el opositor. Una muerte que añade aún más miseria material a la miseria institucionalizada. Ante el cuadro de una disidencia tan o más necesitada que el grueso de la sociedad, el eventual activista se lo pensará dos veces para ingresar en ella. Para decirlo en letra de molde: además de correr peligro, va a seguir pasando hambre.

A la vista de semejante escenario, La Habana pretende que la prensa libre, por ejemplo, desprecie la exigua cantidad que devenga por su trabajo, como si el oficio de periodista no fuera tan digno de remuneración como cualquier otro. Ni siquiera empleando a los reporteros alternativos —permitiéndoles, claro, emitir sus opiniones e informaciones desembozadamente— al Gobierno le asistiría razón a la hora de impedirles publicar fuera de Cuba, pero ni eso. Ello sin contar con que muchos de estos corresponsales, sobre todo los de provincias, no reciben honorarios por las notas o artículos que envían al exterior, o los reciben muy de cuando en cuando y en proporciones insulsas.

Si de dinero mal habido se trata, habría que averiguar qué hacía Fidel Castro jugándose cien millones de dólares con el jefe de la Oficina de Intereses de EE UU en La Habana, el pasado septiembre. Según el gobernante, "por menos no se pueden hacer apuestas", pero a quien ha alardeado de percibir un modesto salario en moneda nacional por sus funciones como Jefe de Estado, no le corresponde exteriorizar tan desenfadadamente su incontinencia bancaria. O el Comandante ha perdido la cabeza, o es un vulgar ladrón. Aquel que juega con los ahorros del pueblo, o regenta toda una nación fuera de sus cabales, debería estar encerrado. Tras juicio sumarísimo.

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