www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
La embriaguez de los progres
¿Quién en sus cabales puede ir a Cuba a lamentarse del silencio en España, en medio de un paisaje en que el pan cotidiano es callar lo que se piensa?
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

En ese universo de fullería y disimulo que es la política, existen tres tipos de ciegos: los que no ven, los que no quieren ver y los que ven únicamente aquello que les conviene. No sé a cuál de los tres pertenece la escritora madrileña Belén Gopegui, pero a juzgar por sus recientes declaraciones a un periódico de aquí, no hay duda de que nos mira con ojos de pescado en tarima.

Belén Gopegui
Escritora Belén Gopegui.

Claro que es opción libérrima de cada cual dirigir su vista hacia donde mejor le parezca. De modo que si a la señora Gopegui le entusiasma ver la Isla como el sitio en que "la mayor parte de la gente vive de un modo más justo", pues allá ella con su hipermetropía. También asunto suyo es si lo que más disfruta entre nosotros —palabras textuales— es "la política", con todo y que no nos quede más remedio que asombrarnos ante su contranatural capacidad para el disfrute.

Sin embargo, lo que sí podemos, y aun estamos en la obligación de discutirle, es la razón que le asiste para echar al viento apreciaciones tan obtusas desde una perspectiva de supuesto apego a la verdad y de amor al prójimo.

A Belén Gopegui debe sucederle lo mismo que a otros "progres" europeos, humanistas de vieja traza colonial y santurronerías ¿nuevas?, para quienes todos los prójimos son iguales, sólo que los de allá son más iguales que los de acá, en tanto los de acá estamos menos capacitados para ejercer nuestros derechos a cuenta y riesgo, nuestra justicia, nuestro soberano acceso a formas de gobierno civilizadas, que son una y las mismas allá y acá.

De otra manera no se entiende su afirmación de que el de "Cuba es el único proyecto del planeta que suscribiría", sin poner mientes en que esto que ella llama cariñosamente "proyecto" responde a un sistema de poder totalitario, que mantiene cerrado a cal y canto todo margen para la discrepancia, que proscribe por ley y garrote la diversidad de pensamientos, que encarcela a sus opositores y que, en fin, hace y deshace a partir de lo que indica un dedo, empleando métodos que los muy sensibles progres europeos no sólo rechazarían, sino que ni siquiera conciben, por cavernarios, para sus propios países.

"Nunca nos reunimos para oponernos a lo que está mal", reprochó la novelista, ahora con amargura, refiriéndose a sus coterráneos, los cuales, según deja entender, han perdido interés por la confrontación de ideas y por el intercambio. Lo que no sabe ella, tal vez porque prefiere no saberlo, es cuántos por acá quisieran reunirse libremente, y oponerse, si se lo permitieran.

Dijo además: "Hoy nadie diría en mi país que hay que pagar un precio para vivir y, no obstante, hay que hacerlo constantemente. Y nadie lo expresa, porque lo vive en mayor soledad. Todos lo sabemos, todos lo pagamos, pero nos callamos". Con el mayor respeto, cabe preguntarle cómo pudo ocurrírsele venir a mencionar la soga precisamente a casa del ahorcado.

Quién con la cabeza sobre el cuello viene a dar lecciones acerca del precio que hay que pagar por la vida a un lugar en que ya no la vida, sino simplemente el sobrevivir con una o dos exiguas comidas al día, sin perder el empleo, o verse precisado al exilio o ir preso es algo que se cotiza en función no de las energías, la inteligencia, la honradez y el esfuerzo de cada cual, sino de sus manifiestas simpatías políticas. A quién en sus cabales le pasa por la mente hablar de soledad y de silencios en medio de un paisaje en que el pan cotidiano es callar lo que se piensa, así como esperar, esperar, esperar arrinconado en la más pobre de las soledades, la del que ni siquiera se tiene a sí mismo.

La señora Gopegui dice soñar "con un sitio donde los medios de producción no sean propiedad privada", y vaya usted a saber de dónde ha sacado que ese sitio es nuestra isla. Con todo, hay que reconocer que se trata de la más bondadosa entre sus confesiones, aun cuando quizás ignore que tal sueño, soñado por ilustres soñadores desde que el mundo es mundo, no ha conseguido nunca concretarse en hecho justo, atinado y duradero, debido al mal manejo, al uso arbitrario, al deterioro, a la falta de eficacia y de controles competentes y/o efectivos que sufren los medios tan pronto dejan de ser privados para responder a la voluntad privativa de ciertos políticos que se llaman a sí mismos Pueblo.

Nada, que por lo que parece, en Belén Gopegui, al igual que en otros progres europeos, norteamericanos y hasta —el colmo— latinoamericanos, se ha hecho materia el refrán de que la embriaguez mata más que la espada. Lo malo es que mientras a ellos les mata solamente el tino, a nosotros nos mata, también por su conducto, la confianza, el respeto hacia todos esos distinguidos huéspedes que suelen aterrizar en La Habana con el cartel de solidarios e inspirados por sanas ideas.

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