www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
   
 
Divina noche
La celebración del nacimiento de Jesús en la medianoche del 24 de diciembre es otra de las grandes paradojas del cristianismo y uno de los más poderosos símbolos de la Navidad.
por VICENTE ECHERRI, Nueva York
 

Una de las cosas más notables de la Navidad —y que, sin embargo, suele pasar inadvertida— es que el nacimiento de Jesús ocurrió de noche, a la medianoche del 24 de diciembre (esto último, si bien no está en los Evangelios, la Iglesia lo ha consagrado en una venerable tradición). La noche, estrechamente asociada en las culturas antiguas a los poderes de las tinieblas, es elegida por la divina sabiduría para su más radiante manifestación. Y esto —que siempre me ha parecido contradictorio— al mismo tiempo es un acto de redención de la noche.

Navidad

Por milenios, antes de que existiera el alumbrado público, la noche era la enemiga natural del hombre: la diaria prefiguración del caos y del peligro; el tiempo en que, amparados por la oscuridad, cazaban las bestias y los seres infernales quedaban en libertad provisional para hacer de las suyas. Las alimañas más feas emergían en la noche, y también los maleantes.

Sólo el descanso y el amor atenuaban un poco los horrores de la nocturnidad.

Se ha planteado que gran parte del estigma de los negros, especialmente en las culturas mediterráneas, se debe no tanto a una maldición bíblica, cuanto al hecho de que su color de piel se asociaba con la oscuridad. La maldición bíblica a los hijos de Can es una derivación de las supersticiones que acompañan a la noche.

La oscuridad es sinónimo de maldad, lo tenebroso es también lo demoníaco. El caos es oscuro, de ahí por qué la primera palabra creadora —ordenadora— de Dios haya sido: ¡sea la luz! Los justos en el Nuevo Testamento serán premiados con la sempiterna luz divina, en tanto los pecadores serán echados ¡a las tinieblas de afuera! (una experiencia que cualquier persona del mundo antiguo conocía muy bien).

Por eso la irrupción del Dios encarnado en la alta noche es parte no pequeña del Misterio de la Navidad.

Los pastores vigilan temerosos a las indefensas ovejas que los lobos codician en la sombra; los astrólogos escudriñan el cielo tratando de entender y explicar en las estrellas el destino azaroso de los hombres; las bestias duermen o pacen en sus establos, y junto a ellos se recoge, en su desamparo, la familia humana representada por esta pareja trashumante de María y José. Y, de súbito, la luz: de los ángeles que cantan, de la estrella que guía a los astrólogos, del bebé que encarna el luminoso orden del cosmos. En la absoluta negrura de la medianoche, esplende el amor absoluto de Dios.

De ahí por qué la historia de la Navidad —con todos los ingredientes mitológicos que contenga— sea también un hito simbólico en esta lucha del hombre frente al caos, en este largo empeño de los seres humanos de imponer el orden que también podemos llamar, con toda propiedad, civilización; es decir, la costumbre consuetudinaria de habitar en ciudades, la cultura urbana.

La Navidad, acaso como ningún otro acontecimiento memorable —al menos en Occidente—, nos reconcilia con la noche, nos la redime y nos la santifica. Destierra el horror que provoca lo tenebroso, al instalar en su centro mismo el portentoso alumbramiento que se impone a la pavorosa oscuridad. El sol falta de la tierra a esas horas, pero Dios es perenne; Dios que es también, en ese recién nacido, la tenacidad de la familia humana frente a la hostilidad del medio. No sólo a la luz del día crea su hábitat esa criatura inteligente, sino que ahora —gracias a este hecho, a este milagro— se adueña para su enaltecimiento de esas horas en que la naturaleza lo reducía a una condición medrosa y expectante.

La celebración del nacimiento de Jesús en la medianoche del 24 de diciembre es otra de las grandes paradojas del cristianismo y uno de los más poderosos símbolos de la Navidad: la criatura humana en su condición más precaria —un bebito— se presenta en toda su natural indefensión en ¡el silencio de la oscuridad!, como bien dice un conocido villancico, para hacérnosla alegre y habitable. ¿No es de suyo un inolvidable regalo?

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