www.cubaencuentro.com Miércoles, 18 de mayo de 2005

 
  Parte 2/3
 
La Asamblea del vergel
El 20 de mayo en La Habana: Desde los mambises hasta la oposición anticastrista, los mangales, potreros y descampados han sido los únicos espacios para frenar la intolerancia.
por WILLIAM NAVARRETE, París
 

A potrero raso

¿Cómo explicar a un francés —atónito ante la elección del sitio, distante y a la intemperie—, que en Cuba todas las salas de espectáculos, todos las sedes de las instituciones, absolutamente todos los centros de formación y estudios, las salas de conferencias, las galerías, los espacios públicos sociales, los clubes asociativos y un largo etcétera, son propiedad exclusiva del Estado?

¿Cómo explicar que incluso los locales de la Iglesia, logias masónicas y otros lugares de culto se encuentran bajo el control del Estado y dependen para su funcionamiento del carácter de las relaciones que mantengan con él? ¿Y que hasta las pocas fundaciones y asociaciones extranjeras no gubernamentales establecidas en la Isla, permanecen abiertas hasta tanto no se conviertan en tribuna de confrontación política (por insignificante que sea) con respecto al poder?

Pues bien, habrá que remontarse a las gestas emancipadoras cubanas contra el poder español para encontrar un paralelo que explique esta situación sui géneris, probablemente única en el hemisferio occidental.

Así nacieron los primeros gritos liberadores de la Isla. El 10 de octubre de 1868, en el batey de La Demajagua, Carlos Manuel de Céspedes dio lectura, al aire libre, del manifiesto que significaría la Declaración de la Independencia de Cuba. Para la historiografía cubana, el grito precipitado de Céspedes había desplazado de la dirección del movimiento insurgente a Francisco Vicente Aguilera. Sin embargo, nadie duda que Céspedes tenía tantos méritos de lucha como Aguilera y que su actitud denotaba, más que oportunismo para situarse al frente del movimiento, cansancio ante la indecisión de los otros líderes e inminente necesidad de no continuar prolongando la causa de la independencia.

Al grito de Céspedes siguieron las intentonas rebeldes en Camagüey y el alzamiento de Las Villas. También este último se produjo al aire libre, en el Cafetal González de una finca de Manicaragua, liderado por el literato Miguel Jerónimo Gutiérrez, el hacendado Joaquín Morales y Carlos Roloff (polaco).

Un año después, en abril de 1869, el movimiento insurreccional había cobrado fuerzas en toda la región oriental y central de la Isla. La necesidad de ofrecerle una estructura jurídica a la incipiente República (en Armas) condujo a la Asamblea Constituyente de Guáimaro, realizada a campo raso, en las inmediaciones de este poblado, con el objetivo de constituir la primera Cámara de Representantes cubana que contuviera la pretensión dictatorial de cualquier caudillo militar.

De ella salió electo como presidente el marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt, y se declaró la bandera de Narciso López como la enseña nacional. Cabe precisar que el antagonismo rival entre Céspedes e Ignacio Agramonte, más que el acoso peninsular, estuvo a punto de hacer abortar la primera Constituyente cubana.

No estaban exentos los cubanos del exilio de similares antagonismos. En Estados Unidos, país donde vivía el grueso de la emigración política de la Isla, dos bandos opuestos: los aldamistas y los quesadistas, se querellaban más entre ellos que contra España. Quienes seguían al millonario Miguel Aldama (agente general de la República en el exilio) y los adeptos de Quesada (agente confidencial en el exterior nombrado por Céspedes) impedían, con sus rivalidades, la organización eficaz del servicio de aprovisionamiento material y las expediciones, únicos medios de avivar la causa en un país bajo control monopolizador de la Corona.

Entre tanto, el gobierno español, consciente del peligro, creaba en torno al Casino Español de La Habana un verdadero ejército civil privado al que llamaron eufemísticamente Cuerpo de Voluntarios, dispuesto a intervenir "espontáneamente" para salvaguardar sus intereses amenazados. Y las naciones europeas, temerosas de que Estados Unidos ocupara la plaza vacante de España, y demasiado ocupadas en su expansión africana y el poderío amenazador de Prusia, se desentendieron de la causa cubana, llegando incluso a solidarizarse con la metropolitana.

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