www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
  Parte 2/2
 
Cuarentones
Vencida por el tiempo y las promesas, tras entregarlo todo, la generación nacida en los años sesenta carga en sus espaldas el fracaso socialista.
por IRAIDA CONCEPCIóN URRUTIA, La Habana
 

Pero cuando los cuarentones de hoy terminaron sus estudios, se encontraron que no había dónde utilizarlos. La mayoría de las especialidades que habían estudiado resultaban completamente inútiles, pues en Cuba aún no se podían aplicar los novedosos conocimientos adquiridos.

Los que venían de tierras distantes regresaron con sus visiones particulares del socialismo —que extrañamente no se parecían mucho entre sí—, pero compartían un status de aristócratas técnicos muy chic. Además, regresaban cargados de símbolos del futuro socialista que hacían sonreír a los que conocían el otro "futuro" (el pasado): muebles, bibelots e incluso exóticas mujeres con axilas sin depilar.

No obstante, la riqueza soñada nunca pareció más real que cuando el cuarentón de hoy empezó a trabajar en el desatinado sistema empresarial cubano. Muy pocos lograron avanzar en su especialidad: la mayoría era necesaria para dirigir con nuevas estrategias aquellas entidades donde el socialismo había ya materializado su ineficacia económica.

La "política de cuadros" y el Partido acogieron con brazos abiertos la nueva hornada de profesionales, pues la ineficacia, obviamente, se debía a la caterva de jefes veteranos que, dormidos en los cojines de sus medallas militares, no daban pie con bola en la economía política, ni en los planes quinquenales. Siguiendo el ejemplo de la gran Rusia, había que emprender la "rectificación de errores".

Lo que nadie podía imaginarse era el vuelco total de la historia que empezó con la perestroika. Ni lo que siguió: la caída del Muro de Berlín arrastrando al bloque del Este. Y por extensión, tampoco nadie previó la onda expansiva que haría tambalearse al país caribeño en ese abismo llamado Período Especial.

Muchos cuarentones de hoy, más o menos situados, emigraron en balsa en 1994, dejando sus Ladas y su carné del Partido; el resto se quedó vegetando y se convirtió en aquella masa famélica que se lanzaba al campo a cambiar las ropas por plátanos y los zapatos por cerdos, pues para entonces ya sus hijos ocupaban el primer puesto indiscutible en el orden de prioridades de la supervivencia.

Por primera vez, la fe del cuarentón de hoy se estremeció profundamente. Las promesas en las que siempre creyó debían reconsiderarse. Del enternecedor optimismo que lo alimentaba hasta entonces, cayó en el desconcierto, la incertidumbre y el miedo.

Para colmo, la apertura de tiendas en divisas (fuera de su alcance) lo condenaron a una competencia desgarradora con sus contemporáneos por descubrir y explotar algún medio de entrada de dólares, para lo cual sus estudios especializados no le servían de nada. Así, cientos de arquitectos, ingenieros y médicos fueron a servir cócteles y limpiar habitaciones en hoteles para turistas, que encontraron muy distintos de cuando, dichosos, daban la Vuelta a Cuba con sus padres y donde ahora sus propios hijos no podían entrar.

Esa época fue más oscura por la muerte de las ilusiones que por la muerte de la economía. El cubano se acostumbró a la degradación total, aun cuando la crisis se suavizaba lentamente. Los valores éticos tradicionales fueron puestos al revés como un abrigo viejo. No es extraño, entonces, que la voluntad de la nación —salvo honrosas excepciones— se aplanara a un nivel animal, de manipulación absoluta por parte del gobierno.

Y he aquí al cuarentón de hoy, que todavía lleva dentro al pionerito de pañoleta que creía en el futuro luminoso, sin saber qué decir a sus hijos adolescentes que odian la idea de estudiar en la universidad, le piden jeans de 20 dólares y sueñan, sin excepción, con ser camareros o emigrar a Estados Unidos. Su vida es un círculo vicioso de trabajo inútil, colas interminables y malabares con el salario. No puede ni tirar una canita al aire: los romances cada día son más caros.

Se desliza hacia los cincuenta sin que ninguno de sus sueños se haga realidad. Se le ponen los dientes largos cuando se entera del éxito de sus contemporáneos que lograron instalarse "afuera".

A veces, atormentado por el insomnio, se pregunta por qué no tuvo valor para echarse al mar en una balsa y dónde fue a parar el paquete de promesas en que le enseñaron a creer. Quisiera saber para qué sirvió tanto sacrificio, tanta juventud malgastada. Le parece mentira que ya está en el futuro, en aquel futuro que imaginaba tan distinto. Es muy duro admitir que su cuota de futuros se ha agotado.

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