www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 3/3
 
Emigrar al patíbulo
Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello, el último fusilado del castrismo.
por RICARDO GONZáLEZ ALFONSO, La Habana
 

Lorenzo regresó del juicio muy optimista. "Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se derramó una gota de sangre". Y repetía a cada rato estas palabras, con el fervor que un moribundo invoca a Dios.

También nos comentó: "Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi el vídeo de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida".

Esa noche nos llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de muerte, eso no significaba que lo fusilarían. "Pero —puntualizó el oficial— algunos condenados a la pena capital se desesperan y se suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal Supremo o por el Consejo de Estado".

Con este argumento solicitó mi cooperación para impedir —dado el caso— que Lorenzo atentara contra su vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.

Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.

Al otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy contento. "La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral". Al rato vinieron de nuevo por él.

Ya a solas , el Chino, el otro muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La policía política —y la otra— no acostumbra a traer a nuestros familiares para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última despedida, sino la penúltima.

Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción, mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos que Lorenzo sería ejecutado próximamente.

Aquella tarde la comida fue diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada, vianda, postre y refresco. Lorenzo sospechó. "¿Medio pollo para cada uno?". El guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos pollos que no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les estaban sirviendo la misma ración. Lorenzo le creyó —o simuló creerle—: era su última cena.

Horas después, Lorenzo sintió un dolor en el pecho. Avisé al guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta médica. Regresó al rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo inyectaron. Estaba soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos unos minutos, dormía otra vez con la inmovilidad de los difuntos. Recordé la noche que lo conocí. Apenas —y a penas— había pasado una semana.

Sería medianoche cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi a seis guardias. Uno entró y despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido. Se calzó con torpeza sus zapatos sin cordones. Me miró como preguntándome: "¿Qué ocurre?". Se lo expliqué con una mirada. Le di una palmada en el hombro, y lo vi partir a la muerte.

(*) Artículo enviado desde el Hospital Nacional de Reclusos. Prisión Combinado del Este. Ciudad de La Habana.

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