El encarcelamiento de disidentes y opositores en Cuba durante los últimos días es un paso más en la campaña represiva iniciada con el arresto y la confiscación de bienes de supuestos narcotraficantes y vendedores clandestinos. Ocurre en un momento de intensa tensión mundial por el inicio de la guerra en Irak, pero tiene fundamentalmente un objetivo nacional: es la respuesta al aumento de la actividad opositora en la población de la Isla, en las cuadras y pueblos.

Que todos los detenidos sean opositores pacíficos es una confirmación de la efectividad de esta forma de lucha. No se trata de un plan de intimidación momentánea, con detenciones de pocas horas y advertencias a los disidentes. Asistimos a una campaña que viene gestándose desde meses atrás, y que ya está incidiendo en todos los niveles de la vida nacional, desde la cultura y el arte hasta la adquisición de mercancías en el mercado negro. Fidel Castro no le ha cerrado la puerta a la esperanza de un cambio paulatino y pacífico porque nunca la ha abierto. Simplemente le ha colocado unos cuantos cerrojos adicionales. Persistir por lo tanto en esta forma de lucha es más necesario que nunca, porque el régimen está demostrando su temor ante la efectividad alcanzada por el movimiento disidente.

En igual sentido, que esta oleada represiva ocurra en momentos en que se inaugura en Ginebra un nuevo período de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, a sólo pocos días de que el Comisario Europeo para la Cooperación y Ayuda Humanitaria visitó La Habana y planteó su beneplácito ante la posible entrada de Cuba en el Acuerdo de Cotonú, y en la semana en que la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realiza su reunión de medio año, sólo indica la poca estima en que el régimen tiene a todo tipo de organización internacional.