www.cubaencuentro.com Jueves, 20 de marzo de 2003

 
Parte 1/3
 
Los viajeros literarios
'Nunca se cierran las puertas de aquellas casas, y raras veces los corazones de aquellos habitantes': Una mirada extranjera a la Cuba colonial.
por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
 

Hay que ver los estereotipos y leyendas que se crean en torno a algunos países y ciudades. Y lo peor es que se arraigan y cuesta muchísimo erradicarlos o enmendarlos. Por ejemplo, cuando llegó a La Habana en 1839,
Paseo
el escritor romántico español Jacinto Salas y Quiroga (1813-1849) se preguntaba si era cierto todo lo que sobre ella había escuchado: que era la ciudad de los robos y los asesinatos; que sus habitantes practicaban la corrupción en todas sus formas; que por una suma de dinero se podía contratar el asesinato de un enemigo; que la fuerza de su temperamento y el ardor del clima inducían a sus mujeres a perder la virtud; que el sol quema tanto como las ascuas e irrita la sangre; que al llegar allí, los europeos contraen una terrible enfermedad que los debilita y lleva a algunos a la tumba.

Sin embargo, La Habana que encontró tenía muy poco que ver con esa terrible imagen, como se encargó de relatar en sus Viajes (1840). Su libro, por cierto, fue prohibido en la Isla porque el autor no se limitó a "dar cuenta de las impresiones que mi alma ha experimentado, de las observaciones que ha hecho mi entendimiento y de las bellezas que mi vista ha descubierto", sino que incorporó también juicios críticos sobre el despotismo colonial y la esclavitud. Lo primero que anota al llegar a la ciudad es la falta de comodidades de la fonda donde se hospeda. No estima tan grave el que las habitaciones sean pequeñas y con paredes desnudas o "feamente cubiertas con asquerosos cuadros"; ni que las sillas estén rotas; ni que la cama parezca la de un ermitaño. Lo que considera intolerable para un viajero europeo es "el desembarazo y franqueza de los criados, impertinentes y groseros que entablan con él conversaciones curiosas, que le reprenden, que le piden cuenta de sus acciones; y que de vez en cuando le mandan".

En su primera salida por la ciudad, sus ojos de extranjero lo llevan a fijarse en que si bien las calles están tiradas a cordel y en divisiones iguales, pierden esa regularidad en otros detalles: un suntuoso palacio está al lado de "una mezquina y asquerosa casa", una construcción antigua al lado de otra elegante y moderna. Y desliza esta juiciosa observación: "Las calles no son muy anchas, cual fuera necesario en un país de tanta concurrencia y en que no es posible vivir sin el auxilio de la bienhechora brisa". Como a otros visitantes, le llaman la atención los quitrines y las calesas. Y anota que cuando a cierta hora de la tarde uno de esos ligerísimos coches recorre el Paseo de Tacón, llevando a dos o tres bellas cubanas, el observador "cree que no es posible inventar carruaje más elegante y lindo en un país en que abunda la belleza y es necesario dejar que el viento gire y refresque".

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