Si este señor, que personalmente goza de sus libertades en una de las democracias más sensatas del mundo, perpetra tamañas distorsiones de la realidad desde su cargo de Jefe de Redacción Adjunto de Le Monde Diplomatique, flaco favor hace a la autoridad y el prestigio de su periódico.
En el artículo siguiente, que pertenece a Gianni Miná —quien se ha solazado en largas entrevistas con Fidel Castro—, no vale la pena detenerse. Amén de también considerar las penas "excesivas", el periodista italiano fabrica el milagro de borrar lo que se suponía sería un análisis de la situación cubana (el texto se titula Cuba, el síndrome de la isla asediada) y lo suplanta por la defensa de los cinco espías cubanos capturados en Estados Unidos.
El texto de Luis Sepúlveda, un escritor chileno de verdadero talento, se desmarca de ciertos meridianos de la lógica política, pues se le nota muy vapuleado entre la sinceridad de su crítica a La Habana y su adhesión a la utopía que una vez significó el proceso. Apoya a la revolución como un summun ideal, que continuaría, según el querer del narrador, después de su dirigencia. Pero sobre ésta escribe: "He sostenido y sostengo que la Revolución cubana hay que defenderla de los monstruosos errores de sus dirigentes, del dogmatismo y ceguera de aquellos que, ocupando cargos de responsabilidad, actúan irresponsablemente de cara a la historia y la sociedad".
Sería cuerdo no desligar este trato tan exacto de las enseñanzas de la feroz tiranía que estableció Pinochet en Chile y del testimonio y la experiencia personal de un artista que ha recorrido casi todo el mundo. Ciertamente, la postura del Premio Rómulo Gallegos es contradictoria, pues mientras distingue entre la revolución y su dirigencia, es precisamente ésta la que siempre se ha considerado como la revolución misma y se ha hecho coincidir, centímetro a centímetro, con ella. Fidel Castro y sus más próximos adláteres son la carne del mito ahora estropeado.
El autor de Un viejo que leía novelas de amor afirma que la pena de muerte es un crimen de Estado que nada justifica, y sobre los "juicios sumarios a puerta cerrada" subraya que constituyen "una perversión de la legalidad y la ética". Por cierto que Lemoine halló en este mismo número un pensamiento de la misma calidad que el de Dean Fisk. Claro que le resultaría imposible bailar esta inusitada versión de country y cueca. La verdad, por provenir del enemigo, no deja de serlo.
Mientras los mejores aliados de La Habana piensan que las violaciones de derechos humanos en Cuba tuvieron lugar para impedir un presunto asalto armado de la patria de Martí —son, por supuesto, los argumentos de Fidel Castro—, el escritor chileno piensa exactamente lo contrario: los hechos, que vuelve a calificar de "monstruosos e injustificables", "han azuzado el fervor intervensionista del Gobierno norteamericano". La serpiente, en fin, mordiendo su propia cola.
De cualquier modo, Sepúlveda manifiesta su decisión de no firmar documento alguno contra La Habana (como si hiciera falta), pero sí —y esto constituye una paradoja que no está en su breve artículo— para defenderla. El panfleto titulado A la conciencia del mundo constituyó un apoyo, un espaldarazo a esos mismos que perpetran monstruosos errores de cara a la historia y la sociedad. |