www.cubaencuentro.com Viernes, 23 de abril de 2004

 
  Parte 1/2
 
Un mango mordido
por ELISEO ALBERTO
 

"Hace diez años que salí de este pueblo"
Eliseo Diego

Hoy, primero de marzo, hace diez años que mi padre "salió" de este mundo. Desde las Navidades de 1993, rentaba un pequeño apartamento pintado de azul, segundo piso, para ser preciso en un calle llamada Amores, en Ciudad México. Era feliz. Acababa de recibir en Guadalajara el Premio Internacional Juan Rulfo, único que ganara en la vida. Ese reconocimiento puso en crisis, para bien, su casi enfermiza modestia. Catedráticos de la Universidad Nacional (UNAM) lo habían emboscado para que impartiera un ciclo de conferencias magistrales sin imaginar siquiera que aquellos doce encuentros inolvidables serían su testamento literario. Los jóvenes poetas del patio, como antes los de La Habana, lo visitaban a menudo. Lo apapachaban. Vivía con Bella Esther García-Marruz, mamá, y mi
Eliseo Diego y Bella García
Poeta Eliseo Diego, Bella García Marruz.
hermana Josefina, Fefé. Allí escribió sus últimos poemas. Uno de ellos (Os recuerdo a vosotros) lo dedicó a Manuel Naya, "niño descomunal y cándido", único compinche que conservó de su niñez, allá en el pueblo de Arroyo Naranjo, escenario principalísimo de su literatura. Naya era un gigante apacible, sin ninguna pretensión intelectual, que tenía un taller de reparación de bicicletas. Medía siete pies y pesaba, calculo, unos doscientos kilogramos de inocencia. Aficionado a la mecánica y al automovilismo, él enseñó a manejar a mi padre en un Ford de 1936. "Tus sogas y trapecios traías a mis hijos, y tú los enseñaste a trepar, a iniciarse a través de los limpios abismos de los aires", dice papá: "feliz en un Olimpo de solecillos rústicos". Naya había comprado un terrenito de cuatro metros por ocho en una de las colinas de Guanabo, allá por los balnearios del este de La Habana, una posesión tan mínima que para hacerla habitable arrastró hasta ella la carrocería de un autobús en desuso y, encaramada sobre cuatro pedestales de hormigón, la convirtió en una singular "cabañita de playa".

Papá debe haberme leído el manuscrito de Os recuerdo a vosotros el domingo 28 de febrero, cuando fui por él para llevarlo en mi coche a la "pachanga" que el trovador Alejandro García "Virulo" le había preparado en su casa con la esperanza confesa de revivir en Ciudad México aquellas lejanas tertulias habaneras. "De niños, Naya y yo nos almorzamos todos los mangos de Arroyo", confesó papá, travieso. La referencia a Naya nos debilitó hasta el punto de rendirnos sin defensa a la nostalgia de esos veranos felices. Descorchamos una botella de vodka y evocamos la guagua en la punta de la colina, las hamacas que colgaban de ventanilla a ventanilla, sus zapatones de payaso, la jungla de sogas que tejió entre los árboles de Villa Berta para convertirnos en "exploradores del Amazonas" y la descabellada ocurrencia de navegar el río Almendares en una balsa de cañabravas, desde el nacimiento hasta su desembocadura —en los merenderos del Bosque de La Habana—. "¿Sabes que Naya era tan perfeccionista que cambió sus dientes de hueso por una dentadura postiza pues quería probar si la prótesis le mejoraba su dicción del inglés?", me dijo, ya en el coche, camino a casa de Virulo: "La lengua atacaría en el ángulo correcto, apoyada contra un cielo de boca más pulido". Le reían los ojos. Fue en la conversación de sobremesa, luego de una espléndida mesa repleta de camarones y quesos, rones y vinos, que papá mencionó la posibilidad de una vida, otra, en la memoria. Sus reflexiones abordaban el tema en "lo general", lo poético, pero yo sabía que estaba pensando en Naya. Le dolía que nadie recordara a su veterano amigo, salvó él; el único pero efímero consuelo era la certidumbre de que ninguna persona estará "ausente del todo", mientras haya alguien que no la olvide. Ya de regreso, como al descuido, (se me pone la piel de gallina) papá me dijo que pronto, tal vez demasiado pronto, volvería a ver a Naya, y sería conveniente que le fuera preparando una apoteósica bienvenida: ahora tendría que enseñarle a atravesar paredes y, de ser aceptado, algunas técnicas de vuelo de los ángeles, "aunque sean, hijo, las más elementales".

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