www.cubaencuentro.com Viernes, 23 de abril de 2004

 
  Parte 2/2
 
La trampa de una fe
Doble rasero: ¿Hasta dónde puede llegar un escritor como Abelardo Castillo cuando se solidariza con el régimen cubano en vez de con las víctimas?
por ORIOL PUERTAS, La Habana
 

No deja de sorprender que un escritor considere acertadamente que no se debe seguir juzgando a la literatura por sus contenidos evidentes —"no creo en la literatura comprometida", dice— y además abogue por el sentido ético de la escritura, para terminar justificando la existencia de regímenes que combaten hasta el delirio todo cuanto huela a crítica u oposición. Incluyendo la prohibición de libros que Castillo recomienda como fundamentales para la formación de jóvenes escritores.

Lo triste no es que desde sus inicios la revolución polarizara a la intelectualidad y no dejara más camino que el grito de "Patria o Muerte", acaso aquel "o conmigo o contra mí" aplaudido por tantos acólitos que no lo tolerarían jamás en sus respectivos países, sino que a esta altura de la tozudez se pida la preservación de un estado aberrante de cosas en la Isla. "El socialismo no sólo es posible, sino necesario", responde a su entrevistado, y encima, luego de considerar indignos los ejercicios desacralizadores del mito castrista, como puede ser el polémico Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, se plantee lo siguiente:

"Nadie que tenga dos dedos de frente o que no sea un imbécil o un malintencionado deja de sentir que la crisis que hay en Cuba, que viene desde hace muchos años, responde exclusivamente a dos hechos: primero, la imprevisión de los soviéticos que pensaron que eran eternos y no dejaron una infraestructura, y segundo, el inhumano bloqueo que está sufriendo Cuba en estos momentos. Eso lo entiende todo el mundo. En un país donde no te dejan entrar aspirinas y a pesar de eso la medicina sigue siendo la más importante del continente; en un país donde no se puede comprar nada afuera porque los norteamericanos lo impiden. Pero esa crisis no la produjo el socialismo, esa crisis la produjo el bloqueo".

Ante semejante prueba de crasa desinformación e inmensa ignorancia de la realidad cubana, no estaríamos muy perdidos si imaginamos que Abelardo Castillo nunca se enteró del encarcelamiento de Raúl Rivero y casi 80 opositores más, en marzo del pasado año, y debido a ello no se unió a Marcos Aguinis, Fernando Ruiz y tantos otros compatriotas suyos que, en una muestra de mejor memoria, alzaron su prestigio para condenar las virutas del odio castrista.

Pero no. Castillo considera que en este mundo "los bien pensantes no tienen espacio". Es difícil creerle, por algo lo dirá. Bien leído, podría alegarse que lastimosamente el castrismo forma parte de ese injusto mundo y por ello quienes esgrimen el peligro del cambio desde adentro van a parar al fondo de una cárcel infame, donde la falta de espacio real, físico, sí es un problema. Es muy poco solidario Abelardo Castillo con los presos de conciencia y con todo el pueblo cubano, a quien dice admirar y apoyar, aunque al final lo convierta en víctima de su particular doble rasero.

En algo no le falta razón. En la citada entrevista, para ilustrar una tesis suya sobre la recepción de la obra literaria, pone el ejemplo del famoso cuadro de Goya de los fusilamientos del 2 de mayo: "Inventémonos un Goya reaccionario, un Goya malo, un Goya al que le encantaba que fusilaran a la gente, pero ahí está, el que pone la ideología de ese cuadro es el que mira el cuadro. El que se pone del lado de los fusilados es el espectador. Con un libro pasa lo mismo". Y con la vida, sobre todo con la vida. Por eso nos quedará siempre a los cubanos una luz al final del túnel, un aliento, una esperanza en la íntima capacidad del ser humano para decir basta.

A Abelardo Castillo le gusta citar una frase de Balzac que confirma el alcance de su monumental Comedia Humana: "Escribo a la luz de dos verdades eternas, la religión y la monarquía". Sólo que el resultado del esfuerzo novelesco del francés fue un enorme fresco crítico de ambas. En algo están emparentados estos dos autores, uno desde el XIX tortuoso, el otro en el XXI convulso: el sentido de sus obras va siempre en dirección opuesta a su fe. Pero, si nadie discute hoy la grandeza del genio balzaciano, a muchos les costará trabajo convencerse —especialmente si integran las filas de quienes ya han comenzado a corear la cuenta regresiva del régimen— de que el argentino Abelardo Castillo merece un sitio entre los escritores del futuro.

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