www.cubaencuentro.com Viernes, 30 de abril de 2004

 
Parte 1/3
 
Viajeros con papel y pluma (I)
Desde el subjetivismo del explorador extranjero, tres autores norteamericanos del siglo XIX plasmaron sus impresiones sobre Cuba.
por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
 

Una vez más voy a dedicar este espacio semanal a comentar las páginas que algunos extranjeros han escrito después de visitar nuestra isla. Es un tema que da para escribir varios artículos, pues son muchos los que lo han hecho. En algunos casos se trata de obras de escritores que viajan. En otros, sólo de viajeros que han escrito sus experiencias. En ocasiones, se trata de textos con pretensiones más bien modestas, pero que igualmente contribuyen a que nos veamos en ese espejo teñido por el subjetivismo exacerbado del explorador y el descubridor, que ha señalado César Aira.

Palacio
Palacio de los Capitanes Generales (Dibujo de Samuel Hazard).

El notable aumento de las relaciones económicas y comerciales entre Cuba y Estados Unidos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, hizo que empezara a llegar a la Isla una gran cantidad de viajeros de ese país vecino. Un dato ilustra muy bien lo que digo: en 1800 arribaron a Cuba 606 barcos procedentes de puertos norteamericanos, una cifra que en 1852 ya se había elevado a 1.886. Eso coincide por otro lado con la popularidad que para entonces habían adquirido los viajes.

Uno de los que nos visitó por esos años fue Joseph J. Dimock (1827-1862). Durante su estancia, en febrero y marzo de 1859, visitó La Habana, Regla, Matanzas y Cárdenas. Recogió sus impresiones en un diario que no se vino a publicar hasta 1998, con el título de Impressions of Cuba in the Nineteenth Century, en una edición preparada por Louis A. Pérez.

Lo primero de nuestra capital que atrajo a Dimock fueron las volantas, algunas de las cuales, anota, estaban decoradas con adornos de platas y forros de terciopelo. Las calles habaneras, según él, son muy anchas pero mal pavimentadas, mientras que las aceras, "allí donde las hay", son tan estrechas que apenas se puede caminar. Se fija asimismo en que algunas de las familias más ricas y aristocráticas viven en barrios de callejuelas sucias, por lo que puede hallarse "una casa que puede ser un palacio, y la siguiente, es un cuchitril lleno de negros".

Apunta también que en algunas de las mejores mansiones, como el Palacio de los Capitanes Generales, hay tiendas y establecimientos en la planta baja. Aunque la época en que visitó Cuba correspondía a nuestro invierno, se asombra de que hubiera "85 grados fahrenheit" (29 grados celsius), lo cual lo obligó a llevar ropas de tejidos ligeros y a ingerir, a la hora de la comida, verduras y frutas.

Sobre este último detalle, Dimock escribe: "Puedo ofrecer una idea correcta y extensa sobre los platos cubanos, pero baste decir que aquí la lista de las cosas para comer y beber no tiene fin". Viaja con un amigo a Regla, de la cual dice que "es a La Habana lo que Brooklyn a Nueva York". Encuentra lugares muy hermosos, e "indiscutiblemente mucha más riqueza que en la propia capital".

Las tiendas habaneras son, según él, pequeñas y sin pretensiones en cuanto a estilo. Cada una, eso sí, posee un nombre que no responde al del propietario, sino al capricho de éste, aunque nada tenga que ver con lo que allí se expende. Ilustra con ejemplos: El Brazo Fuerte, Mi Destino, El Buen Tono, El Gallito, El Primor Libro de París, La Inmortal, algunos de los cuales considera ridículos.

Observa además que resulta muy raro ver mujeres caminando por las calles, a menos que sean inglesas o norteamericanas. Cuando salen de compras, van en volantas y casi nunca entran en las tiendas: el empleado les acerca los productos y se los muestra. Algunas marcas de ropa son en La Habana más caras que en Nueva York; en cambio, los perfumes y artículos de tocador franceses cuestan más baratos.

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